El titular más exacto iría entrecomillado, "Ojalá que gane el PP". Es decir, el exabrupto no corresponde al autor, que solo fue testigo de la expresión despectiva vertida por una irreductible votante de izquierdas. Se han suprimido las escurridizas comillas, porque no debe renunciarse a ninguna estratagema para atrapar a los lectores en busca de emociones fuertes. Tras las convocatoria de las elecciones más absurdas de la democracia, existe una versión matizada de la maldición, "ojalá que pierda la izquierda". Sin embargo, la indignación progresista habla sin filtro.

Aunque el infierno sartriano son los demás, los catalanes en este caso, Sánchez no ha de navegar contra el castigo de una mar plana y desmotivada. Se enfrenta al oleaje del contingente que grita sin complejos "ojalá que gane el PP". Al PSOE no le bastará en noviembre con suministrar una pinza para la nariz junto a la papeleta de voto. Necesitará arrastrar a sus votantes a las urnas a empellones, aunque solo sean psicológicos según la doctrina del "pequeño empujón", convertida en superventas por el Nobel Richard Thaler.

Las encuestas no solo demuestran hasta la fecha que la entelequia de "una mayoría más amplia", en las palabras de Sánchez para justificar las nuevas elecciones, apunta mejor a un estancamiento con visos de retroceso. Los números son más duros con las perspectivas del PSOE que los comentarios, porque la opinión publicada ha sido más condescendiente con el presidente del Gobierno en funciones que la opinión pública. Esta sorprendente aquiescencia mediática no le servirá de excusa, si fracasa en su intento de fabricar un Parlamento que le permita dormir tranquilo.

Sánchez ha pasado, por voluntad propia, de campeón indiscutible que doblaba a su primer perseguidor en escaños a grumete que se afana en taponar múltiples vías de agua. El 10-N no se verá obligado a combatir la desmovilización de sus votantes, sino que ha de detener la erupción de rabia provocada por su inexplicable negativa a gobernar. Ni siquiera el señuelo de una mayoría holgada servía de excusa al abuso en la convocatoria electoral. La hipótesis de "que gane el PP" transforma al secretario general socialista en un dirigente inexplicable. Podría refugiarse en la lógica de los sucesos inesperados que desarbolan los planes humanos, pero la fecha y consecuencias de la sentencia del procés se conocían antes de comenzar el juicio.

En su napoleónica invasión de las estepas centristas, Sánchez condena a la izquierda que lo consagró a la orfandad. Quienes desde el progresismo reniegan "ojalá que gane el PP", creían haber votado a un radical con las instrucciones de adoptar soluciones extremas para reparar una situación política desesperada. Y se han encontrado con un continuador de Rajoy, que habla peor de sus socios obligatorios que de sus adversarios. El instinto autodestructivo de desear un triunfo de la derecha pretende soslayar la traición desnuda, pero apostando a una victoria del rival por sus propios medios. Y no solo por la eterna tentación de Cioran de pasarse al enemigo.

De momento puede constatarse el valor predictivo de la sentencia "ojalá que gane el PP". El único beneficiado de la temeraria convocatoria es Pablo Casado, que goza de una segunda oportunidad cuando debió ser despedido de Génova con cajas destempladas. En abril de este mismo año, la distancia entre populares y socialistas se aproximaba a los sesenta diputados. Se están publicando encuestas que la comprimen a menos de veinte, sin caer en el delirio del presidente popular al reducir el margen a dos frente a Ana Pastor.

Bajo esta perspectiva, Sánchez no solo ha lavado el currículum electoral de Casado, sino que ha pactado gratuitamente con su competidor anulado. Antes incluso de las elecciones, aunque el apocalíptico Pablo Iglesias postergue esta alianza al veredicto de las urnas. A diferencia de la expansión culpable de los autores de "ojalá que gane el PP", la cúpula socialista ha operado con deliberación, desde el análisis sosegado.

Quienes mascullan una victoria de la derecha, en contra de su arraigada fe izquierdista, no piensan contribuir a esa contradicción con su sufragio. En las epidemias de "desafección", la mayor aportación de José Montilla al léxico político, la soberbia de los gobernantes desafectados les impulsa a contraponer un torpe dique dialéctico. En resumen, "a quién van a votar si no nos votan a nosotros". Tal vez a un partido del vecindario, una vez que el propio Sánchez ha dejado claro que el crecimiento del PP le importa menos que el hundimiento de Podemos. Por no hablar de la tentación abstencionista, más frecuente en el arsenal de la izquierda. Y como consuelo a los disidentes dolidos consigo mismos, cuando se autoflagelan con un "ojalá que gane el PP", su blasfemia no denota voluntad sino imposibilidad. Como un "que me muera ahora mismo".