El presidente de Cataluña en la sombra, Carles Puigdemont, vive refugiado en Bélgica, que es como refugiarse en el limbo. De allí quieren sacarlo los jueces españoles mediante una euroorden a la que sus colegas de Bruselas acaban de responder con un aplazamiento hasta mediados de diciembre. Y luego ya se verá.

Aunque el limbo que acogía a los niños sin bautizar fue abolido por el papa Benedicto XVI, puede que siga existiendo -a efectos terrenales- en un país tan improbable como Bélgica. Con gran sagacidad, Puigdemont dedujo que ningún lugar mejor que un espacio etéreo y de difícil localización para que no lo pillen a uno sus persecutores. Hasta ahora, la estrategia le está yendo de cine.

A Bélgica la definieron en su momento como un Estado-tapón ideado, junto a Holanda, como tierra interpuesta para que los franceses y los alemanes dejaran de sacudirse, según su costumbre. La fórmula un tanto optimista no funcionó, a juzgar por las dos guerras mundiales del pasado siglo; pero el reino de Leopoldo y de Balduino siguió ahí.

Podrían ser incluso dos países por el precio de uno, dada la difícil coexistencia entre flamencos y valones que obliga a duplicarlo casi todo, incluyendo a los partidos. El viajero desavisado quizá se sorprenda al encontrarse con una parte de la población que habla neerlandés y parece desgajada de Holanda, a la vez que la otra mitad del país se expresa en francés y recuerda a cualquier departamento de la vecina Francia.

Ninguna de esas dificultades impidió que los belgas desempeñasen un papel determinante en la construcción de la Unión Europea, ya desde los tiempos del Benelux que la asociaba con los Países Bajos y Luxemburgo. A eso contribuyó, sin duda, su perfil bajo y la condición algo irreal que a menudo se le atribuye a Bélgica.

Avala esa idea el hecho de que la mayoría de sus no pocos ciudadanos de talento suelan ser confundidos, erróneamente, con franceses. Como tal consideran muchos a Georges Simenon, padre del comisario parisino Maigret; y otro tanto sucede con Hergé, el creador de Tintín, que se llamaba Georges Remi y tiene museo propio en Bruselas.

A esta nómina de belgas que no lo parecen perteneció también Jacques Brel, el autor de Ne me quitte pas, al que tantos identifican como un cantautor de París, pese a su doble condición de belga y flamenco.

Todo ello podría haber contribuido a afianzar la imagen de que Bélgica es un lugar vagamente ilusorio al que es fácil confundir con Francia o con Holanda. Un sitio neutral, por así decirlo, aunque no ofrezca en ese aspecto los claros rasgos de Suiza.

Algo habrá influido, no obstante, esa condición de sitio de ninguna parte para que la Unión Europea eligiese a Bruselas como capital de una institución que, desde el punto de vista político, es también una quimera. La democracia, que resulta muy aburrida cuando lo es de verdad, como en la próspera Europa comunitaria, exigía cielos grises y un país que no se haga notar demasiado para que no moleste a nadie.

Tal vez sean esos atributos de discreción y cierta irrealidad que distinguen a Bélgica los que la convierten en el país ideal para dar asilo al presidente de una república de fábula -al menos, por el momento- como la que gestiona Puigdemont desde Waterloo. Por de pronto, los jueces lo van a mantener en el limbo hasta diciembre. Y no es seguro, ni mucho menos, que después le indiquen la puerta de salida.