Hubo un tiempo que hoy parece inmemorial en que te arriesgabas a sufrir las iras progresistas si cuestionabas a Woody Allen. Para disfrutar del heredero de Groucho Marx, tenías que vadear la cursilería ambiental. Lo emparentaban con Federico Fellini y otros insoportables. Quienes elevaron al judío neoyorquino al rango de la divinidad son los mismos que ahora fruncen el entrecejo reprobatorio si les comunicas que vas a ver Día de lluvia en Nueva York, y no se ahorran un categórico "nadie debería aplaudir a ese pederasta innombrable".

Incluso los protagonistas de la película, Elle Fanning y Timothée Chalamet, se han negado a promocionarla. Cabe imaginar su existencia irreprochable, que se traduce en la dificultad que acreditan para pronunciar algunas de las disolventes joyas verbales que el autor coloca en sus labios. El problema no radica sin embargo en los adolescentes perpetuos o adulescentes de Día de lluvia. A Allen lo han derribado quienes lo idolatraban. Suele ocurrir con los iconoclastas, furibundos cuando abandonan a sus dioses o a su tabaco. Por fortuna, Día de lluvia en Nueva York demuestra que los moralistas no han logrado cambiar al cineasta que ha basado su carrera en demostrar que el Mal es más divertido, por lo menos hasta que recibe su recompensa. El director se mantiene original en sus pecados, no está tan claro que el espectador pueda mantener la imparcialidad contemplativa. El autor es el cineasta del que más gente en todo el mundo ha consumido su producción íntegra. Sin embargo, la rutina de registrarse en taquilla para una hora y media de carcajadas se ha convertido en un gesto de activismo político contracorriente.

El riesgo estriba en sobreactuar. Ya han alcanzado la histeria quienes abominan de Allen, tras cuarenta años quejándose de que han fracasado en sus relaciones porque nunca se les cruzó Diane Keaton. Por desgracia, el exceso se contagia a quienes valoran con generosidad abusiva películas como Día de lluvia en Nueva York, con la sola intención de llevar la contraria a los pazguatos.

Ante la imposibilidad de una visión neutra, ayudarán unas pinceladas. Nadie escribe diálogos como Allen, pese a sus 84 años y a la legión de imitadores. Además, Día de lluvia acredita la hegemonía estética de la ciudad que Joker trastorna en Gotham. El genio del humor ha de superar la dificultad de adaptar sus líneas deslumbrantes a actores de otro siglo, pero Selena Gómez y Liev Schreiber le han entendido a la perfección.