Este no es un artículo contra la probidad indubitable del juez Pablo Llarena. Tampoco oculta un alegato para evitar que Puigdemont sea repatriado a su país entre grilletes. Ahora bien, esto es un manifiesto radical en contra de que el hombre que más daño ha hecho a la unidad de España se encargue de nuevo de la repatriación del segundo hombre que más daño ha hecho a la unidad de España. Al menos un par de fracasos previos avalan esta tesis sobre la dudosa encomienda. No hay dos sin tres.

Es probable que lo ocurrido en Cataluña sea una rebelión o algo peor, salvo que nadie va a creérselo mientras lo sostenga Llarena. El mensajero es el mensaje, que diría McLuhan, y el instructor ha sido desacreditado en una broma macabra por los mismos colegas del Supremo que lo alentaban a construir una causa por golpismo. La conjura quedó por sentencia en golpecillo de Estado, y el Marchena que apadrinaba con rima consonante a Llarena se encargó de apuñalarle en las escalinatas del tribunal. César remataba a Bruto.

Tiene que haber miles de tareas que Llarena puede desempeñar con ejemplar ductilidad en el Supremo, y no nos corresponde delimitarlas en esta humilde aportación. Entre ellas no figura la solución penal al problema catalán, agudizado hasta las hogueras desde que cayó en sus manos. Su instrucción tantas veces censurada en el extranjero, por no seguir repicando con la sentencia española que tumba sus tesis, no se verá facilitada tras banderillear al abogado de Puigdemont. Sin duda, Gonzalo Boye es el único miembro de su profesión bajo sospecha de cobrar de sus clientes por métodos creativos. En su precipitación por recuperar el caso, el juez se olvidó de traducir la euroorden, porque está convencido con buen tino de que Europa solo debería hablar castellano. Admitamos que Puigdemont ha cometido crímenes aberrantes, pero Llarena es el único incapaz de demostrarlo.