Las elecciones generales que se celebran hoy están marcadas más que nunca por la incertidumbre. La repetición de la cita con las urnas, fruto de la incapacidad de los líderes políticos del país para negociar la formación de un Gobierno tras los pasados comicios de abril, llega bajo el signo del temor a que no se consiga desbloquear esta situación de parálisis ejecutiva, en un momento de enormes desafíos en el horizonte, como la desaceleración económica, el conflicto independentista en Cataluña o los efectos colaterales del Brexit.

A diferencia de las anteriores elecciones del 28-A, que se planteaban como un pulso entre los dos grandes bloques de izquierda y derecha, este 10-N presenta un panorama más complejo, enrarecido y dividido, sin ninguna expectativa clara de fórmula de Gobierno a la vista.

A la inmovilidad de los bloques de abril, sucede ahora la dinámica interna de cada uno de ellos, el flujo del voto en los vasos comunicantes internos de cada monolito, en una descarnada pugna por el sufragio que impide tender el más mínimo puente de acuerdo.

La mayoría de los sondeos electorales reflejan que el electorado se muestra escéptico en que la repetición electoral facilite un Gobierno y dudan de que el resultado de los comicios vaya a cambiar demasiado el actual escenario de bloqueo político.

Este panorama de débiles esperanzas en la consecución de acuerdos, al que se suma el hartazgo de la vuelta a las urnas y los enquistados discursos de los líderes políticos en posiciones enrocadas, eleva también el temor a una participación a la baja, que es sin duda una de las cuestiones a conjurar en estos comicios.

La principal, sin embargo, es apelar a la responsabilidad de los líderes políticos para que estén a la altura de la gravedad de la situación y antepongan el sentido de Estado a los intereses partidistas, con acuerdos que permitan la gobernabilidad y el abordaje de los deberes que llevan tanto tiempo pendientes. Cuya paralización en estos meses ha causado perjuicios que pueden derivar en daños irreversibles si persiste la situación de desgobierno.

Como es el caso de Galicia y A Coruña. La agenda de Galicia en los planes del Gobierno se ha visto condicionada por la prolongada situación de incertidumbre que se ha asentado en la política nacional, que comenzó con la repetición de elecciones en 2017, la caída de Rajoy y el ascenso en minoría de Sánchez a la presidencia, obligado ahora a refrendar su presidencia en las urnas, además del avispero catalán. Como consecuencia, las demandas gallegas se han ido deslizando por las hojas del calendario desde entonces hasta hoy.

En la comunidad gallega están en juego infraestructuras de tanto calado estratégico como la llegada de la alta velocidad o la conexión al Corredor Atlántico, la principal arteria del ferrocarril europeo de mercancías, una herramienta imprescindible para su desarrollo económico que depende del reparto de inversiones millonarias que Bruselas decidirá en 2021 en función de los proyectos que presente el Gobierno.

El área de A Coruña tiene también un nutrido paquete de deberes pendientes a la espera de soluciones tras el 10-N. Los últimos años han ido acumulando demoras en los proyectos comprometidos, hasta el punto de que Fomento no firma grandes inversiones en la zona desde 2015. Entre ellos, la reforma de la fachada marítima interior de la ciudad; la regeneración de la ría de O Burgo, uno de los estuarios más contaminados de España o la financiación del tren a Langosteira, el único puerto español que carece de conexión ferroviaria. La crisis industrial coruñesa, agravada en los últimos meses con los cierres de las centrales térmicas de Meirama y As Pontes, aguarda también por medidas de reactivación como el prometido estatuto eléctrico que rebaje el precio de la energía.

Estas cuestiones claves para el despegue de Galicia y A Coruña, que llevan meses en modo espera, urgen de los líderes políticos responsabilidad y altura de miras para encontrar vías de desbloqueo del país sea cual sea el resultado de las elecciones.