Desafiando a la aritmética, que no siempre es ciencia exacta, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias han acordado formar un Gobierno de coalición con ministerios para todos. Puede que logren el plácet del Congreso o puede que no; pero la mera enunciación del pacto ha dejado atónitos a sus adversarios y aun a una parte de sus propios votantes.

Temen los más conservadores que esta alianza „sin duda novedosa„ sea una reedición del Frente Popular de los años treinta, o por ahí. También son ganas de exagerar. En realidad, se trata tan solo de constituir un gobierno meramente autonómico que deberá someter su programa y sus presupuestos a la más alta autoridad de la Unión Europea, lo que deja poco margen de maniobra.

El verdadero Estado de las autonomías es el que tiene su capital en Berlín y sede monetaria en Frankfurt. Las decisiones sobre asuntos de importancia las toma el llamado eje francoalemán y tienen como cabeza visible a Ángela Merkel o a la canciller que la suceda en el cargo.

La UE es un club de conservadores, liberales y socialdemócratas que fija estrictas reglas a la economía de sus socios. No hay lugar para aventuras de tipo latinoamericano que se salgan de esos parámetros: y todos, sin excepción, están obligados a cumplir con los objetivos de déficit que se les marquen. La tentación de ir por libre que pudiera sentir algún gobierno autonómico es severamente castigada por Bruselas, como bien sabe el ultraderechista italiano Salvini, al que le tumbaron en un santiamén sus presupuestos. Y después cayó el tal Salvini propiamente dicho.

Lo mismo les ocurriría, si logran ensamblar un Consejo de Ministros rojo y púrpura, a los voluntariosos Pedro y Pablo de España. Les queda, a lo sumo, la posibilidad de gestionar algunas de las competencias autonómicas que la UE ha dejado a sus Estados miembros. Apañar un salario mínimo, aprobar leyes en materia de costumbres, dedicar tiempo al cambio climático, otorgar subvenciones y cosas así.

También, cierto es, gobernar los asuntos territoriales del país, entre los que se incluye el complicado problema de Cataluña. Ese es asunto literalmente interno en el que no entra, ni quiere entrar, la UE; que en todo caso ha dejado clara su alergia a la desmembración de cualquier Estado, tras la triste experiencia de Yugoslavia.

Salvo esa delicada materia, que está acotada por la propia Constitución, la soberanía de España „como la de cualquier otro miembro del club„ ha sido transferida en lo esencial a la Unión Europea. Las decisiones sobre la moneda las toma un gobernador en Frankfurt¸ los presupuestos nacionales los aprueba o suspende Bruselas; y hasta los ejércitos están subordinados a las estrategias de la OTAN. Sin control sobre la moneda ni posibilidad de diseñar una economía soberana, los Estados quedan reducidos al más modesto rango de comunidades autónomas.

No es cuestión de izquierdas o derechas. El presidente Zapatero, por ejemplo, no dudó en rebajar sueldos, congelar pensiones y retirar cheques-bebé tan pronto fue conminado a hacerlo por el verdadero Gobierno, que tiene sede en Berlín. El conservador Rajoy se limitó a seguir obedeciendo instrucciones con una reforma laboral que difícilmente van a revertir „so pena de que Merkel se enfade„ el tándem formado por Pedro y Pablo. Tanto alboroto para esto.