Producen risa las acusaciones de EEUU sobre los intentos de la Rusia de Vladimir Putin de entrometerse en las elecciones norteamericanas cuando vemos lo que sucede actualmente en el Congreso de Washington.

Si algo dejan claro las audiencias en el Comité de Inteligencia del Congreso en torno a lo ocurrido en Ucrania es cómo EEUU no ha cesado por un momento de influir en la política interna de esa antigua república soviética de modo similar a como ha hecho siempre en su propio patio trasero.

No es por supuesto nada que haya empezado con el presidente Donald Trump, sino que sucedió ya con sus dos últimos predecesores en la Casa Blanca: el republicano George W. Bush y el demócrata Barack Obama.

De poco sirvió que la canciller federal alemana, Angela Merkel, advirtiese en su momento a ambos presidentes de que todo esfuerzo por lograr la adhesión de Georgia y Ucrania a la Alianza Atlántica sería una línea roja para Putin.

Washington siguió interfiriéndose en la política de esas dos repúblicas exsoviéticas para atraerlas a su órbita militar hasta que Putin decidió dar un puñetazo en la mesa, ocupando la ucraniana península de Crimea, donde Rusia tiene la importante base naval de Sebastopol.

A menos que uno siga teniendo puestas las anteojeras de la Guerra Fría no parece difícil entender la preocupación de Rusia con lo que allí se ve como un intento de cerco militar por parte de EEUU y sus aliados de la OTAN.

Estrategia que contraviene además lo que el presidente Ronald Reagan y su ministro de Asuntos Exteriores, James Baker, prometieron verbalmente al último presidente de la URSS, Mijail Gorbachov, a cambio de que no pusiera obstáculos a la reunificación alemana.

En lugar de dejar que la diplomacia y la distensión tomasen el relevo una vez derribado el muro de Berlín, de lo que acaban de cumplirse 30 años, EEUU optó por continuar con su lógica de Guerra Fría, que tanto beneficia a su industria armamentista.

Una vez desaparecido el Pacto de Varsovia, la OTAN habría perdido su razón de ser de no seguir existiendo un enemigo, y ninguno mejor para ocupar ese rol que el oso ruso, herido en su orgullo por la pérdida de su imperio y supuestamente decidido a tomar la revancha.

La anexión, ciertamente ilegal, de Crimea se convirtió así en el pretexto perfecto para seguir alimentando en los propios Estados Unidos, pero también en Europa la histeria antirrusa hasta el punto de que todos los esfuerzos por buscar un acercamiento a Moscú tropiezan con ese obstáculo.

Aunque haya dejado de ser comunista y su gasto militar, de 61.400 millones de dólares en 2018, sea solamente un décimo del de EEUU, una cuarta parte del de China e inferior al de Arabia Saudí, la India o Francia, Rusia es el espantajo que necesita EEUU para exigir a los aliados que aumenten su gasto en defensa: es decir, que le compren cada vez más armamento.