Dos expresidentes autonómicos del PSOE acaban de ser condenados „junto a varios miembros de sus gobiernos„ por un asunto de corrupción multimillonaria; pero esto ya casi no es noticia. Antes que ellos habían caído bajo el azote de los jueces, por similares razones, otros gobernantes del Partido Popular. Y mucho antes todavía, la afición a cambiar el dinero público de sitio les costó ya la cárcel a destacados miembros del mismo partido que ahora anda en coplas. Por decirlo en la jerga política en boga, la mangancia es un asunto transversal que no entiende de ideologías.

La política, que para el ingenuo Aristóteles era el arte de hacer posible lo necesario, ha derivado en el arte de hacerse un chalé (o dos). Los únicos que de momento están a salvo de esas tentaciones son los líderes de la extrema izquierda y de la ultraderecha, por la accidental razón de que no han llegado todavía al poder. Aun así, el negociado de los asuntos públicos es lo bastante rentable como para que uno se pueda comprar un chalé incluso antes de sentarse en un Consejo de Ministros.

Quizá por falta de perspectiva, existe una generalizada convicción de que España es el país más corrupto del mundo; pero qué va. Fue un británico, Lord Acton, quien sentenció que el poder tiende a la corrupción; y el poder absoluto corrompe absolutamente. Razón no le faltaba. Años atrás, en el Reino Unido que pasa por ser la cuna del parlamentarismo, varios diputados tuvieron que renunciar al cargo tras descubrirse que cargaban al contribuyente el arreglo de sus jardines privados, el alquiler de películas porno, las cuotas de sus hipotecas y hasta la compra de pañales.

Nada nuevo bajo el sol. Ni siquiera la Roma imperial, modelo de eficiencia en las obras públicas y el Derecho, pudo escapar a esas debilidades tan humanas. Ya Cicerón advertía malévolamente sobre la rapidez con la que se enriquecían los gobernadores del Imperio; y, a más bajo nivel, era habitual entonces que los legionarios sobornasen a sus centuriones para librarse de ir a la primera línea de combate.

Corruptos de mayor o menor intensidad los hay por toda Europa. En el sosegado Portugal de ahí al lado, por ejemplo, la Fiscalía acusa a un ex primer ministro socialista de haber cobrado durante su reciente mandato un total de 34 millones de euros en sobornos. Y hasta en la Alemania de luterana honradez se abrió el pasado año una investigación sobre presumidos sobornos de un fabricante de armas a diputados del partido de Ángela Merkel. De Italia, que tanto se nos parece, ya ni hablamos.

Curiosamente, la corrupción que ahora vuelve a asomar por los juzgados fue el motivo „e incluso el pretexto„ para darle matarile al bipartidismo en España, abriendo así el actual período de gobiernos permanentemente interinos. Se diría que, hartos de los corruptos de siempre, los ciudadanos reclamaron con su voto la llegada de corruptos nuevos. Los electores querían políticos que no se hubiesen estrenado aún en el Gobierno y, por lo tanto, llegasen al cargo sin haber tenido ocasión de dejarse sobornar.

No ha sido mala elección, en apariencia. A falta de gobiernos estables que puedan meter mano en la caja, la corrupción parece haber bajado notablemente en estos últimos cinco años, a la vez que subía el PIB. Ya solo falta que el futuro Consejo de Ministros cree un departamento de Corrupción para acabar definitivamente con tan enojoso problema. Siempre que el ministro al cargo no se corrompa, claro está.