Aunque no sea, por supuesto, una excepción -basta ver lo que sucede al mismo tiempo en otras partes del globo, desde Hong Kong hasta el siempre convulso Oriente Medio-, Latinoamérica se ha convertido en un volcán a punto, si no ya en erupción.

En Bolivia, importantes intereses económicos foráneos, mezclados con el racismo de las élites locales y apelaciones ultras a la Biblia, han acabado, con ayuda de las Fuerzas Armadas y la policía, con el Gobierno de su primer presidente indígena y causado muerte y destrucción en esa tarea.

En Chile, el pueblo se ha revuelto contra un Gobierno que ha persistido en las políticas neoliberales inauguradas por la dictadura pinochetista y exige abolir una constitución que data de aquellos años siniestros y ha sufrido desde entonces sólo reformas cosméticas.

El detonante fue la subida del precio de los transportes públicos, pero el descontento de la población viene de lejos y tiene que ver con la degradación de los servicios públicos y la política de privatizaciones llevadas a cabo por los sucesivos gobiernos democráticos.

En Ecuador fue, entre otras cosas, el alza del precio de la gasolina y de las tarifas de los transportes públicos lo que encendió las protestas contra el Gobierno de Lenin Monero después de que éste aceptara las drásticas condiciones del Fondo Monetario Internacional.

En Argentina, la política de apertura de mercados y de privatizaciones llevada a cabo por el presidente Macri, a imitación del vecino Chile, suscitó también fuertes protestas, que culminaron, esta vez democráticamente, en un triunfo peronista en las últimas elecciones.

Venezuela tampoco se apacigua con un presidente, Nicolás Maduro, a quien continúan apoyando las Fuerzas Armadas y un sector de la población y una oposición, muy activa en las calles, liderada por el autoproclamado presidente interino, que solo confía en que el boicot al que EEUU tiene sometido a su país acabe propiciando, como ha ocurrido en Bolivia, un golpe de Estado.

La lista de países con problemas de estabilidad o de orden público es por supuesto más larga e incluye desde el Brasil del ultra Jair Bolsonaro a los pequeños del istmo, siempre tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos, como dicen en México, cada uno con sus particulares circunstancias porque Latinoamérica no es un todo homogéneo.

Pero hay algo que parecen tener todos esos países en común, y es la existencia de élites que siguen disfrutando de un poder político, económico y también mediático -solo hay que ver quién controla allí los medios privados- que aquellas no se resignan a perder.

En los momentos en los que ese poder parecía estar en peligro, las élites no han vacilado en aliarse con los militares, como ocurrió en su día con los países del Cono Sur, pero también en Centroamérica, para mantener sus privilegios.

Es al mismo tiempo muy poco lo que han querido o podido hacer los sucesivos gobiernos democráticos por revertir situaciones de desigualdad económica, cuando no de simple y llana miseria, en muchos de esos países.

Acaso el fenómeno más relevante de las últimas décadas en ese continente haya sido la mayor demanda de materias primas, en la que es especialmente rico, gracias sobre todo al auge económico del gigante chino.

Pero la riqueza generada en algunos países por esa demanda no se repartió de modo equitativo entre los ciudadanos ni se invirtió en mejorar las infraestructuras y los servicios públicos o en crear industrias de futuro, sino que sirvió en muchos casos solo para alentar el consumo.

Y aunque pareció surgir en algunos de esos países una nueva clase media, esta demostró ser un espejismo: no se reformaron las viejas estructuras ni se consolidaron las pocas conquistas sociales con tantos esfuerzos conseguidas.

Al no cumplirse ninguna de las expectativas, ni hacer tampoco nada los gobiernos por combatir la corrupción, aumentaron la frustración, el desencanto y, en muchos casos, la ira de las poblaciones. El resultado está a la vista.