Sara: "Libélula. Mi palabra favorita. Qué bien suena. Y tiene muchos significados profundos que la mayoría de las personas desconoce. Un insecto misterioso y valiente que se niega a aceptar sus limitaciones. No voy a presumir de hacer lo mismo. No soy una mujer misteriosa ni valiente y admito que estoy abonada a la resignación desde hace muchos años. Bueno, no tantos. Para ser exactos, doce. Aquel 2007 fue inolvidable. Para mal. Se juntó todo y si creyera en los dioses les echaría la culpa. Lo primero que pasó me pilló por sorpresa: a la calle. La empresa en la que llevaba quince años dando lo mejor de mí misma hizo ajustes y me despidió. A ver, no es que fuera un trabajo que me llenara y me hiciera feliz, pero había logrado ser una profesional eficiente y mis ambiciones se sentían colmadas con un salario digno y un horario razonable, con compañeras amables y jefes respetuosos. Me refugié en mi novio, Lucas, y ahí llegó el segundo batacazo. Mi adorado Lucas, que se había tatuado una libélula roja en una nalga en mi honor, aguantó dos meses mi estado de emergencia hasta reunir el valor suficiente para confesarme que... En fin, es demasiado humillante como para volver a recordarlo. Y aún duele, no te creas. Convaleciente del doble mazazo, incapaz de pensar en buscar otro trabajo y decidida a no confiar más en un hombre, mi mejor amiga me reveló sus problemas de salud, mi madre me contó que había pillado a mi padre con otro y mi hermana Julia tuvo un accidente de esquí que la tuvo entre la vida y la muerte durante meses. Hubo más contratiempos, pero de impacto menor (para qué recordar mis problemas con las muelas del juicio). Aquel año no me hizo más fuerte, pero gracias a él aprendí a convertir la amargura punzante en cómoda tristeza. Es mi secreto. No se lo cuentes a nadie".