Oigo en la radio una entrevista con Javier Melero, el abogado defensor del exconseller Joaquim Forn en el juicio que se siguió ante el Tribunal Supremo contra dirigentes del procés que acabaron siendo condenados, en unos casos por sedición y en otros por malversación y desobediencia. El abogado acaba de publicar un libro ( El encargo) en el que cuenta con mucha gracia interioridades de un juicio que duró cuatro meses, así como el perfil de los personajes que intervinieron en él desde los propios magistrados hasta los testigos y peritos y, por supuesto, los propios acusados. Y algunos apuntes también sobre el escenario donde se desarrolló, una sala con un decorado isabelino recargado e incómodo. Aún no he tenido ocasión de leerlo, pero lo haré en cuanto pueda porque una visión independiente, como la de Melero que se presenta asimismo como un abogado ajeno a las pasiones encontradas del procés, seguramente merece la pena. No obstante, de lo oído en la entrevista hay que destacar, a mi juicio, dos opiniones. Cuestionables, como todo, pero en cualquier caso interesantes. La primera de ellas versa sobre la supuesta "falta de autoestima", o debilidad psicológica, con la que el Estado español en su conjunto (gobierno, partidos políticos, judicatura, etc.) afronta el desafío secesionista. Vamos, como se dice vulgarmente, que "se ha dejado comer la tostada" por un adversario que lleva años tomando la calle y la iniciativa aprovechando su situación de predominio en las instituciones transferidas y su ventaja estratégica en el tablero parlamentario gracias a la sobrerrepresentación que le otorga la vigente legislación electoral. La segunda opinión de Melero se centra fundamentalmente en la constatación profesional de que las figuras legales aplicables al caso (rebelión y sedición) no se adaptan bien a las conductas cuestionadas, lo que explica las reticencias de otros países europeos a la hora de conceder la euroorden solicitada por los tribunales españoles contra los dirigentes del procés fugados. Una observación muy atinada (y propia de un buen abogado) porque en realidad violencia física nunca se produjo y la pretendida declaración unilateral de independencia, suspendida a renglón seguido de proclamada, pareció más bien una gigantesca tomadura de pelo. Eso sí, muy bien teatralizada, con las masas ilusionadas en la calle a la espera de la anunciada "desconexión" y los máximos dirigentes de la farsa preparando las maletas para coger el olivo, que se dice en el lenguaje taurino. Por supuesto, en la legislación penal española no existe delito que sancione ese tipo de conductas y todo lo que se argumenta desde el secesionismo para justificar esas acciones se cubre bajo el inmenso manto de la libertad de expresión que lo mismo sirve para tapar un roto que un descosido. Y amparados en esa libertad de expresión tan laxa se pueden permitir arengas secesionistas desde las instituciones catalanas y desde las tribunas de los medios. Como la expresada por el historiador Jaume Sobrequés en El Punt Diari. "Sin una determinada acción violenta -dijo- Cataluña nunca conseguirá su liberación. Corresponde a los políticos definir el marco y los límites de la violencia con el Estado; de las formas de resistencia también violenta que será necesario ejercer". Quedamos a la espera de que todo eso se manifieste para darle sentido práctico a los delitos de rebelión y sedición.