En la tercera temporada de la serie televisiva The Crown, que puede verse en Netflix, se relata un hecho que me hizo reflexionar. En el periódico The Guardian, creo recordar y si no es dicho periódico pido perdón, hay un joven periodista que se muestra especialmente crítico con ciertas actuaciones de la Corona. Para frenar la erosión que estaba sufriendo la Monarquía, Felipe de Edimburgo decide hacer un programa de televisión sobre la vida diaria de la familia real pesando que con ello se haría más cercana a la ciudadanía. Pero la medida no es valorada favorablemente por la prensa, entre la cual el citado periodista vuelve significarse por valorarla negativamente, no lográndose, por ello, el fin pretendido.

Para paliar el deterioro que venía sufriendo la corona, se decide que la joven Ana, hermana del príncipe Carlos, conceda una larga entrevista a la prensa. La casa real elige, a tal efecto, no al informador con mayor prestigio, ni tampoco al que hubiera tratado siempre a la corona con la máxima consideración, sino precisamente al joven periodista crítico de The Guardian. La justificación que se aduce para fundamentar la elección es que el entrevistador por su postura crítica tendría más credibilidad que cualquier otro al efectuar cualquier valoración de la familia. Al final, gracias a la astucia de la princesa Ana, a quien entrevista el periodista es a la princesa Alicia de Battenberg, madre de Felipe de Edimburgo, cuya sencillez y naturalidad consiguen los fines propagandísticos pretendidos

Fue justamente la elección del entrevistador la que me hizo reflexionar. Y lo primero que me pensé fue la elección no parecía justa, ya que no se escogió al más capaz, ni tampoco al más fiel a la institución, sino al más hostil. Sin embargo, cuando me situé en la óptica del mayor beneficio para la casa real, me pareció acertado optar por el criterio de la credibilidad y de la máxima efectividad de la entrevista. Y ello porque con tal entrevistador se ponía en marcha un mecanismo, no solo desactivador de la tendencia crítica, sino incluso capaz de revertirla y tornarla en favorable.

En una fase ulterior de mis reflexiones, me vino a la cabeza la parábola del hijo pródigo, la cual si he de ser sincero nunca llegó a convencerme del todo. Pero no porque no estuviera de acuerdo con que el padre se alegrase de la vuelta a casa del hijo despilfarrador, cuestión que me parece lógica y que, en consecuencia, no discuto, sino porque se excedió al celebrarlo en claro contraste con la actitud mostrada habitualmente con el otro hijo cumplidor. Y es que una cosa es perdonar, cosa que debe hacerse siempre, y otra distinta festejar exageradamente (ordena sacrificar un novillo cebado) el retorno del pródigo, ignorando la importancia del constante soporte familiar del hijo cumplidor (al que nunca le había permitido sacrificar un cabrito y festejarlo con sus amigos).

Más allá de mi particular visión de esta parábola, no tardé en descartar su relación con el favor que recibió en la serie el periodista crítico. La recompensa que recibió éste no fue ni por amor de la familia real británica, ni porque le hubiera perdonado sus críticas, sino únicamente por interés de la familia en obtener la máxima eficacia de la entrevista. Lo cual me llevó a una última reflexión.

En no pocas ocasiones, los poderosos tratan mejor a quienes los censuran que a los más allegados. Y al dispensar ese trato favorable no actúan movidos por la caridad, ni por otra noble razón, sino por su propio interés. Por eso, no son pocas las ocasiones en las que se desata una guerra entre pillos: los adinerados y poderosos tratan de comprar el buen trato de los críticos y estos se entregan lo justo para que lo que es solo una atenuación del espíritu crítico, no su desaparición, siga haciendo necesario el trato favorable que les dispensa el poderoso.