Rápidamente asentado en el calendario de las liturgias comerciales, el Black Friday es la penúltima exportación de USA a España, tras el Halloween, también muy reciente; y el ya más lejano Papá Noel. Al que todavía no llamamos Santa, como en las teleseries americanas, aunque eso es cuestión de tiempo.

No deja de parecer curioso que un país con bajo nivel de idiomas -incluido el inglés- adopte tan buenamente esos conceptos de no siempre fácil pronunciación. Nada tiene de raro, en cambio, que se asuman costumbres llegadas de Ultramar, sabiendo como se sabe que todo lo que no es tradición, es plagio. Y España es ahora mismo un lugar de grandes plagiarios. Al propio presidente interino del Gobierno se le acusa, con razón o sin ella, de incurrir en esa picardía.

Los antiimperialistas y los custodios de las esencias patrióticas, que a menudo son los mismos, no paran de lamentar esta intromisión tan perturbadora en nuestras costumbres de toda la vida, que en realidad son de anteayer. Pero los imperios es lo que tienen.

El de Roma, un suponer, sentó las bases de lo que es la actual España, a la vez que se llevaba -hay que admitirlo- el oro, el vino y las angulas. En eso se conoce que los romanos eran gente de buen gusto.

Bien se les podría perdonar aquel remoto saqueo si se tiene en cuenta que a cambio nos aportaron las lenguas romances y parte del Derecho; por no hablar ya del trazado de las actuales carreteras que prácticamente clavan el diseño de las calzadas que aquel Imperio, por tantos conceptos admirable, abrió en la vieja Hispania.

La América imperial no llega a tanto, desde luego; pero su aportación empieza a ser muy notable. No solo se trata de la revolución digital que ha cambiado nuestro modo de relacionarnos y de consumir, sino de los hábitos culturales que difunden las series y películas de patente norteamericana, que son casi todas.

Si la antigua Roma nos legó las fiestas saturnales -transformadas en la Navidad por el cristianismo, que también es un legado romano-, parece lógico que los Estados Unidos exporten a España su Halloween, su Black Friday y lo que haga falta.

También imponen, sin necesidad de violencia militar alguna, el idioma inglés que viene a ser, dos milenios más tarde, el nuevo latín. La gravitación del imperio ha sido lo bastante efectiva como para que en España se hable ya una especie de spanglish abarrotado de marketing, thriller, password, casting, banner, rating y otros palabros contra los que se bate en retirada la Real Academia de la Lengua.

No se trata tan solo del vocabulario. La sintaxis del español se resiente ya de la introducción de fórmulas del inglés americano, Los partidos de baloncesto no se ganan por diez puntos de diferencia, sino "diez puntos arriba"; y la "persona equivocada" no es la que cae en el error. Más bien se trata de la que estaba dónde no debía.

Una vez asumidas la lengua, las costumbres y la vestimenta de la potencia dominante -al igual que en los demás países-, no hay razón alguna para sorprenderse por la facilidad con la que los españoles adoptan también sus fiestas.

Sorprende, si acaso, que aún no se haya incorporado al calendario español de festividades el Thanksgiving o Día de Acción de Gracias; pero todo llegará. Igual es que aquí no existe aún mucha afición al pavo.