Las vacas, las inocentes vacas, cargan con la desgracia de ser señaladas como culpables del cambio climático. Comparten la responsabilidad con otro animal, mucho menos inocente y sobre el papel más inteligente: el ser humano. En la Cumbre Climática, que se celebra esta semana en Madrid, se habla mucho de cómo el hombre destroza su entorno. Y también de vacas, de sus incontenibles gases dañinos y de que su carne sea objeto del deseo de la alimentación humana.

¿Qué vamos a hacer con las vacas? Nos piden que dejemos de comer su carne y de beber su leche. Parece que estuviéramos ante una campaña que persigue su extinción. Triste destino el de las vacas por tener la desgracia de emitir en sus eructos y flatulencias el venenoso metano. Ya se han hecho cálculos acusadores: la supresión de las ventosidades de las vacas tendría un efecto tan beneficioso para la atmósfera como suprimir todo el tráfico aéreo.

El animal bovino -el nombre evoca su candidez- se ha convertido en estrella de los periódicos y ya comparte páginas con la niña Greta. A las vacas, tan sufridas, se las somete a crueles experimentos para evitar sus efluvios gástricos. El ministerio ruso de Agricultura ha diseñado unas gafas de realidad virtual a medida del animal. La vaca, a través de la lente, ve un paisaje idílico, paraísos verdes. Esta ilusión óptica provoca un estado de relajación y felicidad en el animal, haciéndole producir mayores cantidades de leche. Se supone que así, con menos vacas, se conseguirá la misma cantidad del nutritivo alimento.

En Nueva Zelanda han ido más allá. Han inyectado en el estómago de un grupo selecto de vacas una vacuna -la etimología siempre evocadora- que elimina los microbios encargados de producir el maligno metano durante la laboriosa digestión bovina. Conviene recordar que el estómago de los rumiantes es uno de los grandes prodigios de la naturaleza. Si el experimento ruso tiene éxito, aseguran, se podría comer su carne y beber su leche sin sentirse culpable de destruir el planeta.

En el Reino Unido y en California siguen otra línea de investigación: cambiar la dieta de la vaca. Maíz, soja y determinadas algas marinas son algunos de los alimentos que ayudan a reducir la producción de metano manteniendo la productividad del animal. También se prueba el uso de determinados aditivos, utilizados para engordar al ganado. El problema es que alterar el equilibrio del ecosistema intestinal provoca efectos insospechados como la depresión. Con las vacas locas ya tuvimos suficientes problemas psiquiátricos.

Da la impresión de que solo un milagro puede salvar a las vacas. Un milagro similar al que también produjo la naturaleza -¿será el karma?- en Carolina del Norte. Tres vacas que fueron arrastradas por el huracán Dorian aparecieron pastando a ocho kilómetros de su establo, tras ser arrastradas por la marea. Los animales pueden nadar, explicó el cronista, pero no tanto.

Debo confesar mi debilidad por las vacas. Aún recuerdo los bellos nombres de las vacas de mi abuela: Lucero, Roxa, Estrella. Son parte de nuestra cultura, e incluso de nuestra lengua con expresiones tan recurrentes como "tiempos de vacas flacas" para las crisis; insultos tan ofensivos como "vacaburra"; o "vacas sagradas" para los intocables. Nuestro entorno sería inconcebible sin su presencia. Hemos dedicado muchas campañas a las ballenas, a los osos o a las focas, y ya va siendo hora de que nos acordemos de los animales que tenemos más cerca, casi domésticos. No podemos prescindir de su mirada limpia e inocente, de la música celestial de sus cencerros, de su caminar coqueto. Ha llegado la hora de defender el planeta y, con él, a las vacas. Dejémoslas tranquilas pastar en sus propias cumbres. Salvemos las vacas, porque ellas también son parte del planeta.