En los independentistas catalanes la unidad de España tiene un enemigo formidable por su combatividad, su astucia política, su capacidad de movilización de la sociedad civil y su desprejuiciado abuso de la propaganda en todos los ámbitos, señaladamente en la radiotelevisión autonómica, en los centros públicos de enseñanza y en las relaciones internacionales. Por fortuna, los vientos de la Historia no les son hoy propicios, pero bien sabemos que Eolo es un dios caprichoso y tornadizo. Pues bien, lo primero que hay que tener en cuenta es que la defensa de Cataluña como nación en el relato de los separatistas pasa por negar la propia realidad nacional de España y reducirla, en el mejor de los casos, a la mera condición de Estado (de puro artificio jurídico-político) de carácter multinacional.

Sucede, sin embargo, que afirmar que España es una nación no necesita argumentación teológico-histórica alguna. No se trata, en efecto, de una cuestión de fe, sino que basta con leer la Constitución, cuyo mismo preámbulo se refiere a la soberanía de la "Nación española". Del mismo modo, y de acuerdo con la Constitución (art. 2º), España, sin dejar de ser una nación indisoluble, es también un Estado multinacional y multirregional, puesto que la Ley Fundamental "reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones" que integran esa "Nación española", así como "la solidaridad entre todas ellas". Por consiguiente, España es, en estrictos términos constitucionales, una nación de nacionalidades y de regiones. ¿Resulta esto sorprendente, después de tantos años?

Llegados hasta aquí, cabe preguntarse si nación y nacionalidad son palabras unívocas en el texto constitucional. Si así fuera, podría decirse lícitamente que España es una nación de naciones y de regiones. Pero lo cierto es que la Constitución distingue un concepto de otro: no solo cuando, en el artículo 2º, se refiere a la Nación española como "patria común e indivisible de todos los españoles", sino sobre todo cuando identifica a la Nación española con el pueblo español, a quien atribuye la "soberanía nacional" y del cual "emanan" los poderes del Estado (art. 1.2); también, por tanto, los poderes de las nacionalidades y regiones constituidas en Comunidades Autónomas. Entonces, esas nacionalidades, ¿carecen de toda dimensión jurídico-constitucional? En absoluto: justamente la Constitución les reconoce el "derecho" a la autonomía; y en concreto el Estatuto catalán define a Cataluña como "nacionalidad" y se refiere a sus "símbolos nacionales", es decir, los propios de la nacionalidad catalana (la bandera, la fiesta y el himno), no los de la Nación constitucionalmente configurada.

Lo que sostienen los secesionistas de que Cataluña es una nación milenaria debe considerarse, por supuesto, como una afirmación meramente ideológica, como una creencia sin respaldo científico, lo cual no significa que como tal creencia no merezca respeto; precisamente el que la Constitución garantiza a todas las ideas (art. 16.1) y a la libre expresión de las mismas (art. 20.1 a). Pero el catalanismo de todos los colores e intensidades siempre ha defendido, además „por encima incluso de las proclamaciones constitucionales, ninguneadas como mera superestructura o flatus legis „ la inexistencia real de la nación española; y hasta ha tachado a España de Estado fallido. En esa tarea de demolición han contribuido historiadores, politólogos y juristas, algunos de verdadero fuste. Precisamente, en el ambiente intelectual y académico de mis primeros años universitarios como docente en Barcelona (1970-1978), el gran tema era el de España como Estado nacional. En la Universidad catalana de entonces imperaba (y me temo que lo sigue haciendo) la absurda convicción de que España había fracasado en su intento de constituirse estatalmente, a diferencia de las grandes naciones europeas. A la explicación de unos de que ello obedecía a que nunca había habido entre nosotros una revolución burguesa, se añadía la insistencia de otros en que las burguesías periféricas progresistas jamás habían podido desplazar de su hegemonía como clase dominante a la oligarquía financiera y agraria.

Tardé bastante tiempo en darme cuenta de que estas tesis, ampliamente compartidas, contenían en realidad, conscientemente o no, un alegato nacionalista catalán envuelto en las categorías sedicentemente científicas del marxismo. Todos cuantos en Cataluña se reclamaban de alguna concepción progresista del mundo y de la historia eran, no solo pero sí, ante todo, nacionalistas catalanes. El punto de partida „un rotundo apriorismo ideológico„ del proyecto académico del grupo de profesores en el que me integré era, pues, muy claro: explicar el supuesto fracaso de España como Estado nación. Allí, y en otros territorios de España, todavía continúan en tan estrafalario y tan poco inocente empeño.