No he estado allí y he de fiarme de lo que publican nuestros medios, pero a juzgar por los testimonios directos de algunos periodistas occidentales que sí han visitado Xinjiang, las condiciones reinantes en esa provincia china equivalen a las de un gigantesco campo de concentración a cielo abierto.

Uno de esos periodistas es el alemán Bernhard Zand, corresponsal en Pekín del semanario Der Spiegel, en el que publicó recientemente un artículo de denuncia del tratamiento al que las autoridades de Pekín tienen sometido al pueblo uigur, que vive en esa provincia supuestamente autónoma, lindante con Mongolia, Kazajistán, Kirguistán o Pakistán, entre otros Estados del Asia central.

"La vida allí es peligrosa", comenta Zand, que relata: "Quien habla con la gente equivocada, por ejemplo, con extranjeros; quien entra en portales de internet en los que no debía entrar o expresa ideas que no debieran salir de su boca corre el riesgo de ser interrogado y encerrado esa misma noche".

Se sospecha que hay cientos de miles, hay quien habla incluso de un millón de personas de esa etnia de religión musulmana que han sufrido tal suerte. Pekín ha hecho de esa provincia un lugar donde todos están sometidos a constante vigilancia por parte de un poder omnipresente.

El diario estadounidense The New York Times y la red internacional de periodistas de investigación han revelado las instrucciones secretas del Gobierno de Pekín a las autoridades locales que explican muy bien cómo funciona ese gigantesco aparato de control y castigo.

En ellas se habla de lo que hay que hacer, por ejemplo, con los hijos de padres sometidos a reeducación o de la necesidad de tener controlados en todo momento a los individuos recluidos en los campos: mientras comen, van al servicio, reciben tratamiento médico o cuando se reúnen con algún allegado.

Esos campos de reclusión forzosa están sometidos a un régimen draconiano, que regula incluso las veces que se autoriza al detenido a ir al baño, y los datos secretamente obtenidos desmienten la versión de Pekín según la cual se trata de centros de formación profesional, que los individuos pueden abandonar libremente.

Lo que allí sucede es una operación sistemática de adoctrinamiento, un gigantesco lavado de cerebro, que pretende hacer olvidar a los uigures sus raíces culturales y religiosas.

Las cámaras de vigilancia están en todas partes, el reconocimiento facial con ayuda de algoritmos es práctica habitual, la policía escanea cuando quiere los teléfonos móviles, y es incluso obligatoria la entrega de muestras de ADN.

Todo ello lo justifica Pekín por la lucha contra el terrorismo, pero, si no pueden negarse algunos graves hechos terroristas ocurridos en esa provincia en el pasado, en ningún caso justifican la represión sistemática de todo un pueblo, al que se ha reducido además a minoría en su propia región debido al asentamiento masivo de chinos de la etnia Han.

Los políticos occidentales son críticos, al menos verbalmente, cuando visitan Pekín con lo que ocurre en esa provincia, lo que no impide que empresas europeas, incluidas grandes firmas alemanas como Volkswagen o Siemens, atraídas por el gigantesco mercado chino, hayan abierto allí fábricas.

Necesitamos a China como a Estados Unidos o Rusia para resolver los problemas del mundo „el cambio climático, la carrera de armamentos, el hambre de millones„, y haríamos muy bien, comenta Zand, en no mezclar el problema de los derechos humanos con otros conflictos como los comerciales.

Pero, aun reconociendo nuestra limitada capacidad de influencia como europeos sobre Pekín, hay que hacerles ver a las autoridades comunistas chinas que lo que sucede desde hace décadas en Xinjiang es intolerable desde todos los puntos de vista. Y, sobre todo, dejarnos de tanta hipocresía al anteponer los mercados al respeto de los derechos humanos.