Tengan buen día. Jornada entre festivo y domingo la de hoy, que espero sea muy fructífera para todos ustedes, en la medida de sus propias expectativas y necesidades. Bien para un reparador descanso, bien para avanzar en todo aquello que querían hacer y a lo que no tuvieron tiempo antes, disponer de algún día así de vez en cuando es verdaderamente agradable. Y es que, si no, a veces parece que las veinticuatro horas del día nunca llegan...

Hoy quiero retomar uno de los temas que más me interesan, y del que hemos tenido ocasión de hablar aquí de vez en cuando. Hoy el artículo va de políticas educativas, algo verdaderamente importante y que incumbe a la sociedad entera, al ser la educación, sin duda, el arma más potente para mejorar nuestra sociedad. O también para empeorarla, si los resultados de dichas políticas no son los esperados, o si las mismas herramientas diseñadas al efecto no son las adecuadas.

Quizá el detonante de tal reflexión pueda estar conectado con los últimos resultados del informe PISA. O, lo que es lo mismo, con el deterioro de la evaluación de los estudiantes españoles en dichas pruebas de excelencia. Una realidad que ha encendido algunas alarmas, y a la que no podemos sustraernos. Porque lo que nos jugamos es muy importante.

Pero miren, lo que bulle en el entorno educativo es un reflejo de la sociedad misma. Y, no nos engañemos, en tal grupo humano, el lugar en importancia que ocupa el conocimiento es, en general, bajo. Hemos transformado la sed de sabiduría en una especie de necesidad operativa ligada a la obtención de un puesto de trabajo más o menos interesante. Y esto, que es muy importante, no puede ser sin embargo el único objetivo de nuestro interés cuando abrazamos el conocimiento. Y es que este, en sí, es un fin. Sin más. El conocimiento nos mejora individual y colectivamente, y es una puerta a la esperanza.

Da grima lo poco que importa casi todo lo importante para el conjunto de la sociedad. Nos despertamos cada día a bordo de una descomunal cuasiesfera, girando a alta velocidad en un espacio en el que somos una diminuta mota de polvo. Somos un sistema complejísimo, que roza la perfección en muchos aspectos, y no nos maravillamos de ello en cada minuto. Vivimos en un entorno natural con interacciones verdaderamente mágicas entre sus elementos, y tal armonía no nos provoca la sorpresa y la fascinación. Y nos enroscamos y enredamos en cuestiones meramente operativas, sin que lo nuclear y lo más misterioso de nuestra propia existencia nos conmueva y nos empuje a minimizar el impacto de lo menos importante. Nos hemos inventado, a la postre, una forma de vida notablemente desligada del interés por lo básico, por lo profundo, por lo esencial y por lo más importante.

Y, con todo, esperamos luego que los chavales sean de otra manera. Creamos una sociedad hiperestimulada por miríadas de impactos vacuos, de caducidad casi inmediata y sin mayor recorrido, y luego queremos que haya gusto por la sabiduría, por la lógica y el razonamiento, y por el conocimiento en sí. Y eso no puede ser así. Lo que pasa en nuestras escuelas „y tiene su repercusión ahora en PISA„ es la natural consecuencia de la forma actual de educar desde el minuto cero a niños y niñas. Y nos encontramos, así, una sociedad sin alicientes, y jóvenes que se plantean la formación únicamente de forma ligada a la cuestión laboral.

Desde mi punto de vista, las cosas tendrían que ser distintas. Hemos de ser capaces de mostrar a los educandos toda la potencia del saber. Hemos de fascinar a nuestros jóvenes con todo lo que los que vinieron antes de nosotros consiguieron reunir como legado intelectual. Hemos de fomentar el gusto por seguir aprendiendo. Y, consecuentemente, forjar una convivencia mucho más fresca, liviana y en la que el foco esté puesto en el conocer y en el aportar, mucho más que en el aparentar o el atesorar. No se trata de superar un mero trámite para trabajar de lo que quiero. Se trata de nuestra vida, única e irrepetible, y de una realidad mucho más alucinante que cualquier película de ciencia ficción, en cada avance personal o colectivo en la comprensión de la misma es un camino trufado de sorpresas y satisfacciones.

La educación no es una broma, o algo costumbrista. Es una revolución individual en cada momento y en cada educando, que abre puertas a un futuro mejor para todos, y que constituye el mejor revulsivo contra ideas trasnochadas y modos equivocados. La educación forja individuos y da potencia a la libertad. Y solo con una buena educación el mundo puede ser más vivible. Urge una lógica común en este ámbito, libre de intereses partidistas y partidarios, y con especial atención al criterio técnico, muy por encima del político. Y quizá así, como consecuencia y no como un fin en sí, algún día el informe PISA no nos saque los colores. Algo que se vislumbra ya, por evidente, desde la praxis diaria en el aula.