Que el cine es mentira ya lo sabíamos. Y lo asumimos, aunque a regañadientes. Nos cuesta creer que aquellas sensaciones vividas en las salas no sean verdad. Tan importante ha sido el cine en nuestras vidas que en el pueblo de la infancia teníamos tres para elegir: El Vital, el Colón y el Sindical. Con sesiones vermut, matinal, tarde y noche. Y se llenaban. Presenciamos en aquellas pantallas -sí, ya existían las pantallas, aunque muy grandes- historias que se entremezclan con nuestros recuerdos de la vida real: de hecho, nos dejaron tanta huella como lo experimentado fuera de sus tres paredes; la cuarta era una ventana mágica, que mostraba tanto nuestro interior como el mundo exterior.

Han pasado casi cincuenta años desde entonces. Y ahora nos dicen que la década que termina, la segunda del siglo XXI, pasará a la historia como la década que transformó el cine para siempre. La verdad es que ya se veía venir, pero no quisimos darnos por enterados. En estos diez últimos años, nació Netflix, y con él una ristra de lo que se han dado en llamar plataformas. Y nació una nueva forma de ver el cine: nadie nos pone horarios ni nos programa las películas. Somos -o eso nos creemos- los dueños de nuestro destino: elegimos lo que queremos ver y cuándo lo queremos ver.

Ahora los actores pueden ser de verdad o de mentira, mucho más de lo que ya lo eran antes. El irlandés, de Martin Scorsese, ha suscitado la polémica porque, mediante un programa informático, se envejece o rejuvenece a los actores según convenga. Así, podemos ver la evolución de los personajes de De Niro o Al Pacino a lo largo de seis décadas. Dicen que el fallo está en los ojos, porque la máquina no es capaz de quitar o poner años a una mirada; será cuestión de tiempo. El debate se ha avivado con el proyecto de resucitar a James Dean, 64 años después de su muerte, para protagonizar una película sobre Vietnam. Las nuevas técnicas solo son la lógica evolución de otras experiencias anteriores, como los conciertos post-mortem, por medio de hologramas, de Michael Jackson o María Callas. O, por limitarnos al cine, la transformación de Brad Pitt durante la larga vida al revés de Benjamin Batton.

Nos costó asumir que en Gigante -fuimos a verla buscando los fallos- no se notara la ausencia del mencionado James Dean, muerto a mitad de rodaje. Mucha imaginación, el uso de dobles que solo aparecían de espaldas y otras chapuzas analógicas solventaron el problema. Digamos que entraba dentro de lo asumible ante un contratiempo. Igual que teníamos asumido que los maquillajes transformaran a las estrellas o que los dobles sustituyeran a nuestros ídolos en las escenas más arriesgadas.

Hoy, tal vez se trate de un problema generacional, nos cuesta mirar a los ojos a De Niro y creernos que tiene 30 o 40 años y no los 76 de su certificado de nacimiento. Nos cuesta más creer historias con una inverosímil y medida proporcionalidad racial que a los blancos pintados de negro por Griffith. Nos cuesta más creer que James Dean pueda luchar en la guerra de Vietnam, habiendo muerto en 1955, que Elvis Prestley pueda estar vivo.

Sí, ya sé. No hace falta que me lo recuerden. Soy consciente de que cuando llegó el sonoro muchos vaticinaron la muerte del cine. Y lo mismo ocurrió con el color, la desmedida pirotecnia de los efectos especiales o el coloreado de películas en blanco y negro. Y lo mismo ocurre ahora con la partición de las películas, seriadas en cómodas raciones de 55 minutos para facilitar su buena digestión.

Con el fin de contrarrestar tanto condimento mortal para el sabor de la película, no tardará en surgir el cine vegano. Sin colorantes ni conservantes. Cultivado sin fertilizantes y elaborado meticulosamente a mano, según la mejor tradición de los maestros artesanos del sétimo arte. Cine puro cien por cien, proyectado en salas semiclandestinas, sólo apto para puristas de paladar acreditado.

Claro que para eso tendríamos que aislarnos del mundo en que vivimos. Y el cine solo es auténtico cuando forma parte del entorno en el que vive. Este entorno es el de las llamadas deep fakes, las profundas falsedades. El cine, ya se sabe, es un acuerdo entre el creador y el espectador, en la que éste se deja engañar por aquel, porque el cine es una mentira asumida. Tendremos que actualizar esa convención, no tanto por las nuevas técnicas, sino porque hoy la realidad es más falsa que el propio cine y ya nadie se cree nada.