Más que un derbi o un "clásico" según la reciente definición, el partido que mañana enfrentará al Barcelona y al Real Madrid se presenta como un redondo plebiscito sobre la autodeterminación. Temen las autoridades que los secesionistas más alterados bloqueen el paso a los autocares de los equipos, a los árbitros del encuentro o a todos ellos a la vez. Sería, de consumarse, una especie de golpe de estadio.

Se recela incluso la posibilidad de que algunos de los manifestantes se encadenen a las porterías; o la de que se produzca una invasión del campo de juego por los espectadores para impedir la celebración del match.

Cualquiera de esas circunstancias haría superflua la anterior decisión de aplazar el partido, que en principio iba a jugarse el pasado 26 de octubre. Los disturbios callejeros que se estaban produciendo por esas fechas aconsejaron posponer el encuentro -o más bien, desencuentro- en el día inicialmente previsto. Pero lo cierto es que la situación no ha cambiado desde entonces.

Sorprende si acaso que un estadio de fútbol se haya convertido en objetivo estratégico desde el punto de vista de la conquista del poder, aunque eso es tanto como ignorar que el balompié es en España la continuación de la política por otros medios. No en vano este deporte fue declarado "de interés general" -o nacional- por una ley que aprobó hace más de veinte años el Congreso bajo el impulso de un Gobierno presidido por José María Aznar.

A la toma de centros de mando, aeropuertos, vías de transporte y medios de comunicación que son clásicas de un golpe de Estado, habría que sumar ahora la ocupación de terrenos de juego como, un suponer, el Camp Nou. Ya en su día Curzio Malaparte definió el moderno golpe como una acción combinada de poderes civiles y del Estado que impulsan revueltas para generar caos social; aunque ni siquiera el teórico italiano fuese capaz de imaginar entonces la participación del fútbol en esa estrategia.

Algunos de los partidarios de la independencia de Cataluña lo han comprendido mejor de lo que en 1930 pudo hacerlo Malaparte; y eso convierte en especialmente delicada la celebración del partido de mañana, que no parece nada clásico. Si a las emociones propias del fútbol se le agregan las de la política, todo lo que pueda salir mal, saldrá mal.

Solo queda echarle imaginación al asunto. Dado que el proceso catalán hunde sus raíces en la vieja rivalidad entre el Madrid y el Barcelona, lo normal sería que el asunto se ventilase sobre el césped. Si los del Bernabéu ganan la Liga, Cataluña seguiría siendo una comunidad autónoma con las amplias competencias de las que ahora disfruta. Si, por el contrario, el Barça se alzase con el trofeo, el viejo Condado podría independizarse, aunque ello supusiera el final de los enfrentamientos entre los dos equipos en la Liga. La elaboración de una tortilla exige romper huevos, ya se sabe.

Para quienes opinen que esta es una fórmula demasiado simple y hasta frívola de resolver un problema complejo, hay que decir que se trata de un procedimiento no muy diferente ni menos azaroso que la convocatoria de un referéndum. Someter una alteración de las fronteras de Europa a una pregunta binaria -sí o no- formulada a una población en alto estado de excitación emocional es lo más parecido posible a un derbi futbolístico. Y en España, Cataluña incluida, empiezan a sobrar hinchas.