Contemplo la carpeta que en mi ordenador se titula Artículos 2019, apilada en el disco duro junto a una veintena de contenedores similares, cada uno correspondiente a uno de los últimos años que he tenido la suerte de vivir junto a ustedes. Viéndolo todo junto, así, da vértigo. Y no porque suponga un enorme trabajo, o porque la calidad del mismo se me antoje exquisita. No, realmente lo que llama la atención al cronista es el inexorable paso del tiempo. Sí, ya sé que lo sabía ya, y que cada jornada es sustituida por otra que comienza llena de vida, y que fenece veinticuatro horas después para volver a repetir el proceso. Pero si uno contempla, negro sobre blanco, las palabras que se dijeron en todas esas fechas, y cómo estas son reflejo de la sociedad que hemos ido construyendo entre todos desde entonces, sí que es consciente de que verano tras primavera o invierno después del otoño, la vida pasa.

Pero no crean que en ese transcurrir de la vida no acontecen muchas cosas. Claro que sí. Algunas llegan a adquirir rango de icono entre todos nosotros, por nimias que puedan ser en el fondo. Y otras, importantes y hasta críticas, son casi transparentes para la mayoría de las personas. Llegan y desaparecen cual pompas de jabón, sin ruido y sin alharaca. Tenues.

En ese devenir me molestan especialmente las etiquetas, y la confusión de las mismas con los hechos absolutos. Esto es, que por encima de las realidades ontológicas, basadas en la naturaleza en sí del ser, se antepongan las convenciones. Lo que es de una forma pero que, perfectamente, podría ser de otra manera. Lo que es mera labor de asignación arbitraria entre una realidad y un nombre, siendo la primera absolutamente independiente de la adopción de tal forma de denominación. Y es que yo me puedo llamar perfectamente José Luis, o Carlos o Manolo o Damián, que seguiré siendo el mismo. Habrá quien apunte que no, que el llamarme de una u otra manera condiciona mi propio yo, adscribiéndolo a la serie de rasgos que de personas llamadas así dimanen. Pero se confunde... Mi interlocutor no se estaría dando cuenta de que me adjudicaría entonces el sesgo de virtudes y defectos de la lista así confeccionada a raíz de sus propias vivencias, por definición diferente de la de todos los demás. Y que conformarían un conjunto que, por simetría y por equilibrio de fuerzas aleatorias, terminaría siendo de resultante nula. Así pues, la etiqueta no me condiciona, y la silla se llama silla y la mesa se llama mesa, pero si hubiésemos cambiado dichas formas de denominación, no hubiera pasado nada. Simplemente, que nos sentaríamos en las mesas y comeríamos o estudiaríamos sobre las mesas. Nada raro.

En ese contexto es donde ubico la recién lograda denominación de Rosalía para una estrella lejana. Vaya por delante mi alegría por cuanto significa esto para la cultura de Galicia y, en particular, para el reconocimiento de la brillante figura de nuestro Rexurdimento, en un resultado que constituye también un valor para la astronomía que se hace desde Galicia y, en particular, para la Agrupación Astronómica IO. Pero el descrito puede ser un interesante ejemplo -y lo utilizaré con su permiso- de cómo las etiquetas son solamente etiquetas, sin más, sin que afecten a la naturaleza per se de las realidades de nuestro mundo. Tal estrella seguirá siendo la misma estrella, antes y después, y solamente habrá cambiado en cuanto a la forma de denominación por parte de la Humanidad, demasiado lejos -a 240 años luz- y demasiado ausente en el propio universo vital de la ahora ya llamada Rosalía.

Cuando la realidad descrita no es tan lejana física y conceptualmente, a veces se comete el error de que se confunda una mera etiqueta con la realidad. Es entonces cuando, en este mundo de titulares y poca chicha debajo, alguien inventa la etiqueta Mena, por ejemplo, adscribiéndole valores y atributos y pretendiendo así erróneamente comprender y describir la singular complejidad impenetrable de diferentes personas que únicamente tienen en común el querer escapar de una realidad invivible. Craso error. Algo que ocurre en muchos otros ámbitos, muchísimos, donde la cultura del envoltorio, de la simplicidad buscada adrede en un mundo que en sí siempre es complejo, destroza la capacidad de entendimiento, de convivencia o, simplemente, de poder vivir y ver la vida de una forma más sencilla y satisfactoria para los más.

Rosalía es hoy también una estrella, sí, pero eso es solo un nombre. La naranja se llama naranja y la manzana, manzana, pero podría haber sido al revés. El Estagirita ya nos prevenía, en el siglo IV antes de Cristo, del peligro de creer que las etiquetas son lo más importante en la vida. Una existencia en la que hay incluso sesudas disciplinas que se dedican a intentar nombrarlo todo, etiquetarlo todo, procedimentarlo todo y regularlo todo, prescindiendo deliberadamente de la incertidumbre inherente al mero hecho de vivir. Y no. Tendemos a la mínima energía y a la máxima entropía, nos pongamos como nos pongamos. Y ni siquiera mis átomos son míos, sino parte de un todo verdaderamente onírico, que nos sobresalta en cada minuto, y que no sé cómo ha hecho que todo lo que soy y por lo que estoy formado pueda haber venido hasta aquí, organizándose en una mucho más que micrométrica perfección. La misma en lo verdaderamente pequeño, por cierto, que en lo más inconmensurable, incluyendo galaxias que albergan sistemas donde moran estrellas amarillas enanas como la hoy llamada Rosalía...

Silencio... ¿No sienten la belleza por doquier cuando se asoman al Universo? Ufff... mucho más allá de cualquier clase de etiqueta.