Los resultados del informe del proyecto PISA que mide las competencias en matemáticas, ciencias y comprensión lectora en alumnado de 15 años son desoladores en muchos aspectos. Uno de ellos inquieta especialmente: son muchos los estudiantes a quienes les resulta imposible distinguir entre información y opinión. La objetividad se diluye en la subjetividad para ellos. Los hechos se confunden con los juicios de valor. Las churras y las merinas son iguales.

El desaguisado del conocimiento no puede sorprender cuando se trata de las redes sociales, donde las noticias falsas y las mentiras en expansión digital campan a sus anchas sin que nadie les ponga coto: no hay sistemas de control porque los responsables de las empresas que las gestionan no quieren que los haya. Tampoco extraña cuando se cuece en medios sensacionalistas capaces de cualquier embuste para lograr clics que incrementen su audiencia. Solo la prensa seria (por veraz y rigurosa) lucha por mantener bien definida la línea que separa información de opinión, aunque esos esfuerzos chocan, cuando se trata de audiencias jóvenes, con la tozuda realidad que pone sobre el tapete el informe PISA, y que tiene unos efectos tóxicos sobre el derecho fundamental de los ciudadanos a estar correctamente informados.

Una década antes el panorama de la lectura estaba dividido en dos áreas claramente definidas: el papel y las pantallas. Hoy, las generaciones más jóvenes eligen las segundas, donde el hipertexto multiplica las fuentes y los tiempos de atención se reducen drásticamente. Con esas circunstancias físicas, la recepción se ve alterada de forma inevitable y la capacidad de comprender los textos se resiente. Extraer conclusiones de un mensaje escrito resulta especialmente complicado cuando el lector no es capaz de distinguir si lo que lee es una información o una opinión. Un lastre que ayuda sobremanera a quienes dominan el arte de manipular a los receptores. Entender el contexto es un punto de partida esencial que esos viajeros a los que señala el informe PISA no conocen, de la misma forma que ignorar las diferencias entre las narrativas utilizadas por el transmisor incrementa la vulnerabilidad del lector a la hora de valorar los hechos y ubicarlos en su casilla correspondiente.

En muchas aulas se ningunea cada vez más asignaturas de letras sabias para dar todo el protagonismo a la tecnología, a las enseñanzas que, se cree con ingenuidad pasmosa, tienen más salida profesional. A ese páramo educativo se une la desertización que progresa en el ámbito comunicativo: ya no es que se lea cada vez menos la prensa, es que incluso se leen menos correos electrónicos. Lo que manda es la lectura en cascada de chats en mensajería instantánea, los flashes de actualidad que la resumen en media docena de frases (eso con suerte), la información práctica que repite hasta la extenuación recetas de cocina, consejos mil veces repetidos para adelgazar o cotilleos de dudosa veracidad. Una sociedad mal informada es una sociedad que vive en la oscuridad, fácilmente manipulable. Una simple fábrica de consumidores.

Diferencias entre juicios de hecho y los juicios de valor conlleva un esfuerzo que, señala PISA, los estudiantes prefieren saltarse. En su lugar crece la demanda de información fragmentada, liviana, fácil de leer y que no necesita ser entendida, mucho menos valorada. El visionario escritor Ray Bradbury decía: "Llénalos de noticias incombustibles. Sentirán que la información los ahoga, pero se creerán inteligentes. Les parecerá que están pensando, tendrán una sensación de movimiento sin moverse". Leer no siempre hace pensar. Informarse no siempre ayuda a saber. Expresar no siempre es comunicar. Y eso no es opinión: son hechos.