Tenemos el fin de año entre las manos, ahí, a la vuelta de la esquina. Apenas en unos días estaremos diciendo adiós a un tiempo y hola a otro, amparados en ese convencionalismo que nos lleva a decir "aquí terminan y aquí comienzan los años". Estamos, de nuevo, ante el capricho del tiempo y nuestro absurdo intento de contarlo, de querer medir lo inabarcable, que es tarea de dioses y no de humanos.

Siempre que me pongo a hablar de estas cosas me acuerdo de Pitágoras, de quien se cuenta que todo lo fiaba al número, hasta el punto de que pensando sobre el concepto de dios llegó a una conclusión: si dios existe, debe ser algo que esté en todas las cosas, sin excepción, y lo único común a todas las cosas que existen es que pueden ser contadas o medidas, es decir, traducidas a número; por lo tanto, dios es el número.

Sin embargo, uno de sus alumnos más aventajados le preguntó cuál sería la diagonal de un cuadrado que tuviese como lado la unidad. Aplicando su famoso teorema, en el que la hipotenusa es la raíz cuadrada de la suma de los cuadrados de los catetos, trató de calcular la raíz cuadrada de dos, lo que arroja el resultado de la unidad seguida de un número infinito de decimales. Un número infinito, que es lo mismo que incontable, que lo mismo que dios, que es lo mismo que el tiempo.

El tiempo. Sé que hablo mucho de él. Algunas de las personas que más me quieren me dicen que es uno de mis temas recurrentes y debe ser verdad, porque es llegar estos días, cuando se me van de las manos las últimas hojas del almanaque, y me da por andar haciendo el resumen de los meses y las horas para convencerme de que existe, de que está aquí y reclama otra vez su factura.

Yo no cuento el tiempo, resto decimales. Lo hago como quien calcula pérdidas, porque cada día es una merma. No me parece recorrerlo, sino agotarlo, y me sigue asombrando cómo es que pasan tan despacio las semanas y tan rápido los años, cómo es que se rezagan los minutos pero corren tan veloces las décadas, y al final no me queda más remedio que admitir que tiene el carácter voluble de los dioses antiguos, que no se puede confiar en él demasiado, que es el único que al final sobrevive y que solamente regresa en la memoria frágil de los espejos.