Hace tres cuartos de siglo, la identificación precisa del simio fósil Gigantopithecus blacki habría supuesto una noticia sensacional. En 1935 el paleontólogo alemán Von Koenigswald había encontrado un molar gigantesco en una farmacia tradicional de Hong Kong, un establecimiento más de los muchos que vendían fósiles como huesos de dragón para uso terapéutico. Von Koenigswald a partir del molar nombró la nueva especie G. Blacki y a ella se fueron incorporando con el paso de los años muchos otros materiales, dentales en su gran mayoría, que no hacían sino añadir misterio acerca del primate gigantesco que vivió en los bosques del Sudeste asiático desde hace unos dos millones de años hasta cerca de trescientos mil años. Porque sin cráneo alguno y sin apenas restos postcraneales, determinar el papel del Gigantopithecus en la evolución de los primates era imposible. En los años de la primera mitad del siglo XX, cuando se pensaba que el origen humano era asiático, incluso cabía pensar en que se tratase de un antecesor nuestro.

Al Gigantopithecus se le atribuyó una estatura enorme, de tres metros, y, cómo no, hubo quien mantuvo que no solo habría coincidido con los primeros humanos modernos que llegaron al Lejano Oriente, sino que podrían existir ejemplares vivos en nuestros días. De ser así, la leyenda del yeti habría encontrado en el Gigantopithecus una coartada científica digna de aplauso. Pero sin mayores evidencias fósiles, cualquier hipótesis se convertía pronto en descabellada e incluso hubo paleontólogos y primatólogos eminentes que optaron por eliminar la especie de la lista de los simios.

Un artículo publicado en la revista Nature por Frido Welker, investigador de Genómica Evolutiva en el Globe Institute (Universidad de Copenhague, Dinamarca), y colaboradores (entre los que se encuentran especialistas españoles en genética antigua) ha rescatado al Gigantopithecus al recuperar secuencias parciales „500 aminoácidos„ pertenecientes a tres de las proteínas del esmalte dental de un molar de esa especie procedente de la cueva Chuifeng, en China meridional. La edad del diente alcanza 1,9 millones de años, cosa que hace aún más prodigiosa la recuperación de proteínas que la propia identificación del parentesco evolutivo del Gigantopithecus. En contra de lo que han publicado algunos diarios, no se trata de proteínas fósiles „las proteínas no se fosilizan„ sino de la extracción de restos de moléculas orgánicas que se conservaron en lo más profundo del molar mientras el hueso se convertía en un fósil; algo que se consideraba fuera de nuestro alcance para restos de dos millones de años de edad.

Pero volvamos al Gigantopithecus. De acuerdo con el análisis de Welker et al., resulta ser un pariente ancestral de los orangutanes actuales, aparecido cuando su linaje se había separado ya hacía muchos millones de años del de los simios africanos y, por supuesto, los humanos.