Creo que no los entiendo del todo porque en ellos se me escurren los tonos, los matices, la sutileza, y no he encontrado aún dónde colocar la necesaria línea que determina la ironía, la dulzura o la incredulidad. Y sin embargo ahí están los emoticonos, invadiendo nuestra comunicación hasta el punto de haber sido designados "palabra del año" por la Fundación del Español Urgente.

Es innegable su impacto en nuestra vida diaria. Hay incluso quien opina que pueden ser lo más cercano a un lenguaje universal que ha creado nunca la humanidad, pero a mí todo esto no termina de convencerme, aunque quizás eso ya no importe y tenga que acabar aceptando que el mundo se ha convertido en esto, en que todo acabe siendo lo que no es, como que Holanda ya no sea Holanda y se designe "palabra del año" lo que ni siquiera son palabras.

Debo reconocer que estoy un poco dolido, pero es que yo debo mucho (casi todo) a las palabras y uno debe ser agradecido. De ellas he vivido hasta hoy, y no sé hacer nada sin ellas. Andan por ahí, en mi zona del lenguaje, que diría un ferviente seguidor de Chomsky, y por su propia cuenta se alían unas con otras. En mi palabrario, si se puede llamar así al diccionario interno que cada uno portamos, hay palabras regañadas, palabras que nunca quieren arrimarse a otras, y también hay palabras que son muy amigas y siempre quieren estar juntas y tengo que andar preocupado todo el día para evitar que estén constantemente repitiéndose. Me gustan mucho las palabras luz, y azul, y tiempo, y melancolía, y he comprobado que entre ellas también se gustan y a poco que me descuido se ponen las unas al lado de las otras y todo lo que escribo se me llena de luz, y de azul, y de tiempo, y de melancolía.

Será porque les debo tanto que tengo mucho escrito sobre las palabras. Es fascinante que se usen a sí mismas para explicarse. Ninguna otra ciencia o arte humanos se explica utilizándose a sí misma. La escultura, la neurología y la pesca del cangrejo se expresan con palabras, pero solo las palabras se explican consigo mismas, en un laberinto infinito que tiene mucho de borgiano. Por eso no es tan raro que alguien dijera que su patria era su lengua (frase que se ha adjudicado, entre otros muchos, a María Zambrano, a Pessoa y a Juan Gelman). Y no sé muy bien cómo hemos llegado hasta aquí, hasta este punto donde la patria más íntima acabe siendo un fantasmita que saca la lengua o un sonriente zurullo con ojos que te mira desde el teléfono queriendo decirte algo que no comprendes del todo.