Es muy difícil, cuando uno vuelve a España tras un paréntesis fuera, sustraerse a lo que llaman el conflicto catalán. Este lo domina todo, especialmente las tertulias radiofónicas, que, en lugar de aclarar las cosas, todo lo emponzoñan.

Por no hablar de ciertos políticos que parecen empeñados en una retórica más propia de una situación de conflicto civil que de un debate democrático en la Europa del siglo XXI.

Un amigo, profesor de Humanidades, califica de "despreciables" a quienes agitan las aguas en ambos extremos: en el lado catalanista dice ver solo "supremacismo y egoísmo" y en el otro extremo, "la persistencia de estructuras franquistas".

La eventual independencia de Cataluña dejaría pálida la depresión de 1898, la gran tragedia nacional tras la pérdida de las últimas colonias, y condenaría al resto de España "a una vida de visitas al psicoanalista", ironizaba mi amigo.

Para él, ahora estamos sufriendo el error de que no se produjera "la ruptura (con el régimen anterior) con que soñábamos de jóvenes". Puede ser: el cadáver de Franco siguió reposando hasta hace poco entre los de sus víctimas en un mausoleo a su medida.

Y uno de esos mensajes que circulan anónimamente por las redes sociales comentaba en tono irónico: "¡Y lo bien que vivimos ahora desde que Franco no está en el Valle de los Caídos!". Mejor, tal vez no, pero sí sin tener que soportar esa vergüenza.

El colectivo Treva i Pau publicaba el otro día en La Vanguardia, diario que resulta por cierto difícil de encontrar en los quioscos de prensa de algunas ciudades de nuestra geografía, un muy oportuno artículo de opinión dirigido a los que calificaba de "nuestros amigos españolistas".

En él reconocía ese colectivo, integrado por destacados profesionales, que en Cataluña se ha pasado de un "sentimiento nacional positivo a otro fuertemente negativo, de un sentimiento que nos da identidad, que crea un nosotros que hace posible una mayor solidaridad" a "otro que nos aleja y nos marca como diferentes y no permite identidades compartidas".

Ese sentimiento del segundo tipo "ridiculiza al que se siente catalán y español, limita la solidaridad a ese primer nosotros; ve en el otro más cercano una amenaza, un ser diferente con el que comparte poco o nada. Es excluyente y necesita estigmatizar", es decir, buscar siempre chivos expiatorios.

Entre ambos sentimientos, hay muchos grados intermedios donde se sitúan la mayoría de los catalanes, decían los autores del escrito, según los cuales hoy ésos están más cerca que ayer de" la polaridad negativa", y "en el límite, el sentimiento nacional negativo ha llevado a Europa y al mundo a las mayores barbaries".

Buena parte del conflicto con Cataluña viene de que, a uno y otro lado, se ve siempre solo la paja en el ojo ajeno y nunca la viga en el propio. De ahí que sean necesarios artículos como el de Treva y Pau, que adviertan de los peligros de ambos extremos.

Un artículo que acaba así el llamamiento a "los amigos españolistas": "No creáis que, ante el surgimiento de un nacionalismo de la separación en Catalunya, la respuesta es acentuar el españolismo, confundiendo unidad con uniformidad. Un foso no se supera construyendo un muro. Eso solo acreciente al problema. La respuesta al foso son los puentes. En eso estamos".

He recordado mientras leía ese texto una pancarta que vi un día colgada de un balcón en una casa berlinesa que parecía okupada y que decía lo siguiente: No luchéis por vuestra patria, luchad por vuestro mundo. Solidaridad y no independentismo debería ser la consigna. Lo demás nos hará a todos más débiles.