La Wikipedia define la convalecencia como "el tiempo que va desde el final de la enfermedad hasta la recuperación completa de la salud". Hay ahí un problema de fronteras, pues ni la enfermedad ni la salud son regiones que terminen y comiencen en un punto quilométrico exacto. Hay entre una y otra un continuum difícil de segmentar. En ocasiones, en la salud hay más sufrimiento que en la enfermedad y viceversa. Pero la definición, aunque aproximada, nos vale para acotar de forma aproximada un estado mental y físico en el que deberíamos instalarnos para siempre. Se convalece de todo, y no solo de la gripe o de males más serios. Se convalece, por ejemplo, de la Navidad. Esa paz que queda tras las cenas y las comidas familiares, ese silencio espiritual que llega incluso de las calles vacías, esa tristeza creativa dejada por la anterior ola de la euforia, constituyen una forma de convalecer. ¡Qué bien se encuentra uno ahí, en ese aislamiento un poco resacoso provocado por los excesos alcohólicos y alimentarios de los días pasados! ¡Ojalá fuera posible mantenerse en este estado medio zen el resto de la vida!

Se convalece también del éxito y se convalece del fracaso y se convalece de los amores rotos o recosidos y de las demasías venéreas que comportan. Durante la convalecencia se produce una merma de la identidad muy saludable. Eres tú, claro, pero mucho menos tú que cuando te hallabas en la parte alta de la noria, gritándole al mundo tu importancia, observando a tus congéneres de allá abajo como hormigas a las que podrías aplastar con un dedo, sin el brazo te alcanzara. Mucho menos tú también que cuando descendiste hacia las profundidades de la depresión, donde el yo se quedó como un calcetín de lana lavado a ochenta grados de temperatura.

La convalecencia implica una disminución cuantitativa del yo. Cuanto menos yo tengas, menos daño te harán los otros y te harás a ti mismo. De ahí que la convalecencia por la pérdida temporal del yo sea una de las más placenteras de la vida. Nada hay más agotador que el mantenimiento de ese pronombre personal de la primera persona del singular. Cuando el yo enferma, comprendes la magnitud del . ¡Vivan las enfermedades, en fin! Pidamos a los Reyes una convalecencia larga.