Para perpetrar una barbaridad contra una persona y luego roncar con la conciencia sosegada, es preciso e imprescindible cosificar antes a esa persona, reducir a la condición de cosa a esa persona. Una lata de refresco es una cosa a la que puedo dar patadas sin problema. Si mi mente consigue convertir a una persona no más que en una lata de refresco, la patearé sin duelo alguno. El lenguaje ayuda a los psicópatas en tal empeño. De hecho, es un buen comienzo para los trastornados por la maldad „en sus múltiples facetas„ el sustituir el término persona por un vocablo genérico, geométrico, indefinido, deshumanizado, en definitiva. Acabo de leer en la prensa que cierto banco ha mandado a la puta calle a un buen número de personas, pero que "aún quedaba un perímetro de 150 afectados por el ERE". Observen el detalle. No es que haya ciento cincuenta seres humanos pendientes del hilo del paro. Son solo un "perímetro", palabra que significa "medida del contorno de una figura", nada humano, por lo tanto. El despedidor de turno terminará su jornada y se irá a tomar una cervecita con aceitunas rellenas de anchoa. Al pinchar una de ellas, comentará al camarero: "Hoy he tenido que mandar a la indigencia a un perímetro, que se joda". Y tan tranquilo.

A todos nos han cosificado mediante el lenguaje a lo largo de la vida. Qué buen truquillo limpiador de las conciencias de los poderosos. Ni deja marcas, ni grasa, ni suciedad. De niño, aprendí que yo era "un punto" o "un punto filipino". No era yo: era solo un signo ortográfico oriental. El cura no daba un capón a un niño, lo daba a un "bulto con ojos", que también nos llamaban así. Durante la mili, yo fui un número: una vez que entré en el despacho de un capitán en El Ferrol y se me ocurrió decir "A sus órdenes, me llamo...", fui cortado en seco: "Aquí ningún marinero se llama de ninguna manera". Luego, ya fui siendo „en la carrera de la edad„ un fulano, un citano, un perengano, un individuo, un sujeto, un tipo o un tal. Cuando la Brigada Político Social franquista te trincaba, no te llamabas tampoco de ninguna forma: "Dice llamarse", escribían en los formularios. Eras una cosa sin nombre. Si hubiesen conocido los cosificadores el argot del caló „el que recogen Luis Besses o Francisco de Sales Mayo, ya en el XIX„, tendrían más campo nominativo aún: todos seríamos un curaró, un randiñaró, un pailó, un jeré, un manú o una cachí. El caso siempre fue no llamar a las personas por su nombre, sustraer su identidad humana.

En el asunto laboral, nada de obrero, que es una palabra muy roja. Menos aún proletario. Mucho mejor productores. Un día, mi padre nos contó que lo habían ascendido: "Ya no soy un obrero, soy un productor", ironizaba. Seguía siendo panadero de a pie y cobrando como tal, sí: pero en la nómina venía como "productor", menudo rango. Y entraron en nuestra lengua asalariado, trabajador, currante, currito, currelante, operario o la mucho más tersa y suave empleado. Hasta que se acabó tanto melindre y pasamos a ser nada más que recursos: recursos humanos, sí, pero recursos. Es decir, medios de cualquier clase que, en caso de necesidad, sirven para conseguir lo que se pretende (corrijo a la RAE: mejor sería "lo que pretende el mandamás"). O sea: un conjunto de elementos disponibles para resolver una necesidad o llevar a cabo una empresa.

En esas estamos. Hemos ascendido de puntos filipinos a perímetros a lo largo de nuestra carrera vital. Si alguna vez alguien tuvo ínfulas de ser una persona y de ser considerada como tal a base de honestidad, aplicación y trabajo, recuerde que naranjas de la China. Que el Poder le ha señalado como lo que es y como lo que le nombra: como un recurso humano consumidor.