La identidad se descubre en el reflejo de un juego de espejos. Ante ese reflejo, siempre nos llevamos sorpresas. Pensemos en la fiesta popular de San Antonio, que celebramos precisamente estos días. San Antonio Abad fue un anacoreta egipcio, que vivió en el desierto de la Tebaida entre los siglos III y IV d. C. Quien ahora festejamos era, por tanto, un ermitaño, un padre espiritual de la teología oriental -que ha iluminado también a los católicos-, un solitario radical cuyos portentos se conmemoran con grandes fiestas populares en nuestra época.

El libro sobre su vida, que escribió el obispo de Alejandría al poco de morir el santo eremita, fue un acontecimiento que recorrió todo el orbe de la cristiandad, según podemos leer en las Confesiones de san Agustín. Los dichos y leyendas de Antonio, recogidos y popularizados en los grandes clásicos de la espiritualidad ortodoxa -como la Filocalia o el Paterikón, libro de apotegmas de los Padres del desierto- siguen alimentando la fe de los cristianos de Oriente. En el corazón de las famosas tentaciones que sufrió el santo egipcio se encuentra el concepto de acedia, que los anacoretas del desierto denominaban también "demonio del mediodía". Para los clásicos, la acedia consistía en la falta de atención, el trabajo mal hecho, el abandono de nuestros deberes. El filósofo griego Empédocles se había referido con esta palabra a la grave falta de no enterrar a los muertos: para evitar ese horror, en la Ilíada, el rey Príamo llegaría a besar la mano de Aquiles, el asesino de su hijo Héctor, a fin de recuperar su cadáver. La acedia es un concepto antiguo que goza de asombrosa actualidad, los espejos del pasado siguen revelándonos nuestras señas de identidad.

Porque, en efecto, los males de nuestro tiempo no son ajenos a este demonio del mediodía: la tristeza, que se asocia a la pereza y a la falta de esperanza; el cinismo como consecuencia del abandono de nuestras obligaciones; la falta de respeto hacia los demás y hacia uno mismo; el mariposeo continuo de las ideas que, como la tiranía de las modas, no permite edificar nada sólido. El escritor Cyril Connolly dio el título de Enemigos de la promesa a uno de sus mejores libros, para hablar de la falta de obra literaria; pero en realidad alertaba acerca de esas mismas tentaciones que sufrió el ermitaño que hoy celebramos. Una de sus historias más conocidas nos dibuja su llanto: "¡Quiero salvarme, Señor, pero mi mente no me deja!", sollozaba san Antonio bajo el sol del desierto. La mente es el revoloteo de las múltiples voces interiores, de los miedos y los deseos, de las inseguridades y las fuentes de orgullo. Un ángel, bajo la apariencia de un anciano, se le apareció en la lejanía y, con su ejemplo, el eremita comprendió cuál era el remedio de sus males: debía trabajar y rezar, rezar y trabajar. Más tarde, san Benito de Nursia, padre de los benedictinos, aplicaría a su regla ese precepto: cuidar de la vida propia y de la de los demás.

El lenguaje de la acedia nos queda muy lejano, pero el mal que suscita en nosotros no. Si observamos lo sucedido en estos últimos años en nuestro país divisaremos el perfil acédico de la relajación. No hemos prestado la suficiente atención al correcto funcionamiento de las instituciones, ni a la selección de las elites políticas, ni al cumplimiento de las leyes, ni a las cuentas públicas, ni al ahorro, ni al lenguaje que utilizamos en el ágora -ya sean los medios de comunicación o las redes sociales-. Sin duda, la actualidad de San Antonio es su fiesta, pero también sus viejas lecciones: ese mensaje que nos recuerda sin cesar que nada crece adecuadamente si abandonamos nuestras responsabilidades.