Objetivamente hablando, el color no existe. Al menos, no en la realidad física. Eso que llamamos color es únicamente la variabilidad de las longitudes de onda de la luz visible. El color es, por tanto, únicamente un fenómeno psíquico, una ilusión. Y, sin embargo, como todo lo absurdo que nos compone, continuamente estamos decidiendo y realizando juicios acerca del color. Y en una de esas, a Antonio Banderas le han llamado negro.

"El único actor de color nominado al Óscar", han dicho de él varios medios norteamericanos, algunos tan prestigiosos como Vanity Fair o Deadline. Las redes sociales, siempre tan inflamables, ardieron de inmediato. Toda esa prensa fue, prontamente, tachada de "racista" y "paleta" por no considerar que mi paisano es blanco en tanto que europeo (ario, en una palabra que, quizás, con esta autocensura propia de nuestro tiempo, se han cortado de usar, pero que es, en el fondo, lo que querían decir).

Indudablemente, llamar "negro" a Antonio Banderas tiene innegables tintes racistas, pero también los tiene, en igual medida, ofenderse por ello. Si te ofendes es que, en el fondo (no muy en el fondo, ya en la dermis) entiendes que ser negro es peor que ser blanco.

Yo este tipo de cosas las he vivido en mis propias carnes. Hace algunos inviernos viajé a Rusia. Éramos una docena de sureños que daban los buenos días en los ascensores y armaban un poco de bulla, cosas que no se acostumbra por allí. Cuando entrábamos en algún local la seguridad nos vigilaba, no demasiado discretamente. Cuando, extrañados, preguntamos a nuestra guía, nos confesó: "Tenéis la piel demasiado oscura, resultáis sospechosos".

Estas cosas te sitúan y, al mismo tiempo, te amplían. Tuve que ir al norte para comprender el sur que me habita, todo eso que soy. Íbero y tartesio y celta y fenicio y griego y romano y árabe y visigodo y tres mil años de historia corriéndome por las venas y por las penas. Así, para suerte o para desgracia. Me nacieron mestizo para aunar felizmente todas las contradicciones, todos los conflictos, todos los claroscuros, todas las sabidurías también. Y para comprender igualmente la relatividad de la mirada. Demasiado blanco en Kampala, demasiado negro en Moscú. Mi color va cambiando según me muevo en este mundo esférico que, como todo lo circular, no tiene principio ni final. Pero también el color es circular, tampoco empieza ni termina en ningún sitio, como ocurre siempre con las ilusiones, los espejismos, los delirios.