De quién son los hijos? Esa es la pregunta que todos nos hemos hecho alguna vez -incluso quienes no tienen hijos- y nunca hemos sabido responder. Quizá no hay un enigma mayor en toda la existencia que esa pregunta, ¿de quién son los hijos? Evidentemente, los padres que se preocupan de sus hijos saben muy bien que hay una parte material -el cuidado, la vigilancia, la seguridad, el bienestar- que depende de ellos. Hablo de toda clase de familias, tradicionales, de hijos adoptados, monoparentales o LGTBI. Sean como sean los padres, saben que sus hijos son responsabilidad suya. Si algo le pasa a su hijo, si se pone enfermo, si un día no vuelve a casa a la hora señalada, nadie más se va a preocupar por encontrarlo o de llevarlo al hospital. Si tú no lo haces, nadie más lo hará. En esos momentos nadie duda de a quién pertenecen los hijos.

Pero hay otras circunstancias en que es difícil saberlo. Todos los padres suelen querer que sus hijos se parezcan a ellos -que tengan su misma visión del mundo, sus mismas ideas, su misma idea de comunidad-, pero ahí es donde empiezan los problemas porque muchos hijos no quieren saber nada de las ideas de sus padres y se rebelan contra ellas y justo por eso adoptan las contrarias. Durante el franquismo, miles de hijos -varones y mujeres- de familias que se habían beneficiado del franquismo pasaron a militar en las filas de la oposición antifranquista. Y en los años de la crisis, Podemos y el 11-M se nutrió de muchos hijos de personas que habían detentado cargos importantes -y de qué manera- de los gobiernos de la Transición o en la alta administración del Estado. Esos hijos se rebelaron contra sus padres y adoptaron las ideas opuestas a las que esos padres detentaban. Desde Freud, ya sabemos que el acto simbólico de matar al padre es inseparable de todo proceso humano de maduración personal. En la Biblia las cosas eran mucho más complejas (y terribles): Abraham tenía que matar a su hijo primogénito, Isaac, para aplacar la ira de Jehová. Los hijos ni siquiera eran de los padres, sino que pertenecían a ese Dios lejano que tronaba desde lo alto de un monte en mitad del desierto.

Por lo demás, cuando los padres quieren que sus hijos se parezcan a ellos, se supone que los padres asumen que ellos no tienen defectos ni tampoco vicios, de modo que los hijos sólo heredarán las virtudes y en ningún caso los peores rasgos de la personalidad. Pero en estos casos tampoco sabemos nada y la genética y el aprendizaje humano actúan al margen de nuestras preferencias y al margen de todos los códigos de conducta. Nos reconocemos en los éxitos de nuestros hijos, pero nos duele sorprender en ellos defectos que nunca sospechamos que podrían llegar a tener. Y entonces nos volvemos a plantear la misma pregunta que tan difícil resulta de contestar. ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad? ¿Hasta dónde hemos hecho todo lo que podíamos con ellos? ¿Y hasta qué punto podemos permitir que el Estado, por medio de la enseñanza pública, interfiera con nuestras propias ideas y con nuestras propias creencias religiosas y morales, suponiendo que las tengamos?

Todo es muy complejo. Es cierto que el Estado tiene derecho a imponer una enseñanza pública basada en unos criterios de ética elemental y de defensa de los Derechos Humanos, pero ¿hasta dónde es lícito que el Estado, a través de la escuela pública, se convierta en un adoctrinador político? Recordemos que todos los regímenes totalitarios han despojado a los padres del derecho a educar a sus hijos y han encomendado esa tarea a la escuela pública, defensora de los valores sagrados del nacional-socialismo o del comunismo (o del franquismo en España). Evidentemente no vivimos en una sociedad totalitaria, pero en un mundo de polarización ideológica tan extrema como el actual, muchos colegios se han convertido en campos de reeducación ideológica. Y al mismo tiempo, todos entendemos que el Estado tiene derecho a impartir una serie de enseñanzas o talleres sobre respeto a otras razas y a otros colectivos que hasta ahora han sido excluidos o marginados.

¿A quién pertenecen los hijos? Una ministra del actual gobierno no tiene dudas: "No podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres", ha dicho esta señora, con palabras que no desentonarían en los comisarios políticos de los jemeres rojos que obligaban a los hijos a denunciar a los padres por llevar gafas o por leer libros extranjeros o por escuchar música occidental. Todo, sí, es muy complejo. Y más aún en esta sociedad fracturada y empeñada en convertir todos los aspectos de la vida en un sucio combate en una trinchera llena de barro ideológico.