Putin plantea ya una reforma de la Constitución para ampliar su control sobre el poder en Rusia. A la vez extiende sus tentáculos por el mundo. Forma parte del núcleo golpista contra Guaidó en Venezuela; las sospechas de que intervino crucialmente en las elecciones de Estados Unidos no han dejado de crecer y el fantasma de Eurasia del zar invasivo cabalga sobre las democracias occidentales. No hay asunto que le traiga al pairo, menos mal que se encuentra en un período según dicen de transición. No le son ajenos la Cataluña independentista ni Salvini en Italia, su apoyo al nacionalpopulismo supone para la UE la mayor de las amenazas.

Encarna, además, el efecto contagioso en un momento extremadamente delicado para el equilibrio de las democracias liberales que algunos dirigentes locales se empeñan en devaluar. La devaluación, en el caso de España, afecta a las instituciones y a la separación de poderes. En otro tiempo se produjeron otras fricciones pero nunca como hasta ahora los ropones habían recibido tantas faltas de respeto de los políticos. El Poder Judicial le ha pedido responsabilidad institucional a Iglesias por cuestionar las decisiones de los magistrados que afectan a los golpistas catalanes, y el PSOE se ha puesto de parte de su socio de Gobierno. Para seguir teniendo la fiesta en paz el CGP ha avalado el nombramiento de la exministra de Justicia como fiscal general pero con un fuerte rechazo interno a la parcialidad que daña, por ahora estéticamente, la supuesta imparcialidad de la institución. Estos desequilibrios constitucionales que en nuestras democracias pretende implantar el autoritarismo populista ante la mirada hipnotizada de los electores son el terreno idóneo donde Putin quiere sembrar la discordia totalitaria heredada de los viejos zares de todos los tiempos.