A ningún ciudadano que esté al tanto de los vaivenes políticos de este santo país se le escapa que la hasta ahora ministra de Justicia, Dolores Delgado, tiene una trayectoria admirable lograda durante su largo ejercicio de la carrera fiscal. Con un cuarto de siglo en la Audiencia Nacional luchando contra el terrorismo y el narcotráfico, caben pocas dudas acerca de sus competencias y, que yo sepa, a nadie se le ha ocurrido dudar de ellas. El problema aparece cuando al presidente Sánchez se le ocurre nombrarla, en el instante mismo en que cesa como ministra, fiscal general del Estado y, ante la avalancha de críticas recibidas, añade leña al fuego sosteniendo que se trata de una candidata idónea para ocupar ese puesto.

¿Idónea? A cualquier persona que vaya a ocupar ese cargo se le exige, por supuesto, competencias demostradas en el campo de la Justicia y, más en concreto, en el apartado que corresponde a las tareas fiscales. De un fiscal se espera que actúe como defensor a ultranza de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y de las leyes que articulan del Estado democrático. Ni qué decir tiene que el fiscal general lleva hasta la cumbre más altas la exigencia de que garantice que va a ser capaz de llevar a cabo semejantes deberes. Pero para ello, además de haber demostrado su valía técnica, ha de tener la capacidad más difícil de todas: la de actuar de forma independiente respecto de quien le ha nombrado -el presidente del Gobierno- y en particular de saber hacerlo, resistiendo todas las presiones, cuando es el propio Gobierno desde su presidencia o desde cualquier ministerio quien ofrece indicios de estar obrando en contra de las leyes vigentes y el interés general. ¿A quién se le ocurre, ante semejantes obligaciones, poner en la Fiscalía General del Estado a una persona que ha estado hasta ese mismo instante sirviendo como ministra los intereses particulares del presidente que le dio la cartera?

Es obvio que la labor en su nuevo cargo de la señora Delgado habrá que juzgarla por lo que haga y no por las sospechas que quepa mantener ante tan disparatado nombramiento. Pero lo evidente es que dista muchísimo de ser la persona idónea para ocupar semejante despacho porque el fiscal general del Estado es, por así decirlo, la última barrera de que disponemos cuando el presidente del Gobierno se salta sus obligaciones legales. Así sucedió con la anterior fiscal, María José Segarra, quien mantuvo durante todo el juicio del proceso soberanista catalán un criterio independiente frente a las presiones que recibía desde La Moncloa. Si la señora Delgado, como sospechan sus críticos, la sustituye para allanar ese obstáculo en los planes de Sánchez, habremos perdido el último escudo protector. Y que el presidente, al nombrarla, le aconseje actuar de forma independiente suena a tomadura de pelo una vez más.