La politización de la Justicia ha pesado sobre las conciencias democráticas mucho más en este país que la judicialización de la política que es una burda estratagema de los separatistas del procés para eludir las condenas por los delitos de sedición y de malversación, y un argumento de sus compañeros de viaje de última hora para pasar la página y emprender un nuevo camino que nadie sabe dónde va a llevar.

Lo peor del nombramiento de Dolores Delgado, además de la evidente falta de idoneidad, es el contexto en que se produce, muy distinto por sus hechos al de otros que se han querido situar como precedentes. En el actual, sin ir más lejos, impera la ansiedad del Gobierno por vencer la resistencia de los fiscales del Tribunal Supremo que se han negado hasta ahora a pasar por el aro de la conveniencia partidista en la causa seguida por los delitos del independentismo. De esa manera solo se puede entender la maniobra indisimulada de Sánchez para seguir contando con Delgado y que esta sea capaz de controlar el exceso de independencia en el Ministerio público. O de autonomía, si lo prefieren llamar de otra manera.

La politización de la Justicia en este país entorpece desde hace tiempo y de manera grosera el equilibrio democrático de los poderes. De hecho, el Consejo General del Poder Judicial es un órgano que obra a expensas del timón que conducen sus miembros designados por los partidos en función del juego sectario. Para darle el aval a la exministra de Justicia, en medio de la división, han tenido que cambiar el término idoneidad por el de simple cumplimiento de los requisitos. Aceptar pulpo como animal de compañía resultaba imposible, en el caso de la fiscal que aplaudía a Villarejo, incluso para los vocales considerados progresistas nombrados en su día por el PSOE.