El momento más decepcionante de mi carrera como madre fue el día en que pronuncié aquello de "porque lo digo yo". No recuerdo a santo de qué vino, he olvidado la situación concreta, el contexto, pero esas cuatro palabras crearon jurisprudencia; sin ninguna duda hubo un antes y un después de ese episodio, porque descubrí que zanjar un pulso así, por la vía autoritaria, te ahorra un tiempo y un esfuerzo que siempre puedes dedicar a otros menesteres. Un sanseacabó te libra de dar explicaciones y reafirma tu poder sin necesidad de justificarlo, y yo, que me había jurado que nunca caería tan bajo, llegué incluso a reincidir. Era una salida fácil, resolutiva, y debo confesar que le tomé cierto gusto, hasta que me dí cuenta de que había entrado en bucle y traté de poner remedio. No todos aspiramos a ser unos padres ejemplares con unos hijos perfectos pero, en el caso de que ese sea nuestro objetivo, la pedagogía, la psicología o los libros de autoayuda pueden hacer mucho por nosotros. Lo que yo desconocía es que los políticos también saben cómo es mejor educar a los hijos de los demás. Me he llevado una sorpresa mayúscula.

Algunos políticos con presupuesto público en sus manos han propuesto que los padres puedan imponer un apagón informativo sobre los métodos de enseñanza a los que su prole está expuesta en el colegio, mediante un derecho a veto que ellos, para que suene más guay, han llamado pin y que viene a ser como los dos rombos de la tele de los setenta. Por este sistema, los progenitores apelarán a su objeción de conciencia para impedir que sus hijos asistan a charlas complementarias a la actividad de clase y cuyo contenido decide nada más y nada menos que un claustro docente. Los defensores del veto creen que hay que proteger a los chavales del huracán de libertad ideológica y sexual que está acabando con los valores de toda la vida, los únicos y universales, a su entender. Con esta misma intención se prepara, por ejemplo en Baleares, una cruzada de diputados que inspeccionará las aulas fuera del horario lectivo en busca de garabatos facinerosos escritos a boli, y en lengua vernácula, en los pupitres. Asoman las listas negras y, por supuesto, no ha hecho falta que todo esto lo pidiera una multitud echada a la calle en señal de protesta porque a sus hijos les han sorbido el cerebro con el problema catalán o las nuevas masculinidades. Es lo que tiene ser político, que uno se adelanta a lo venidero, como en Minority Report, y así nunca sabremos qué había de cierto.

Lo más curioso de todo este asunto son, al menos, un par de cosas. Por una parte, nadie ha preguntado a los alumnos qué opinan del dichoso pin, es decir, se ha practicado con ellos la estrategia del "porque lo digo yo", como en tantas otras cuestiones que les involucran directamente. La otra curiosidad es que no ven que si Juanito no puede asistir a la charla sobre LGTBI como el resto de sus compañeros, buscará esa información en internet, que no necesariamente es un lugar más fiable y seguro para documentarse. Podemos pronosticar una legión de insumisos a la objeción de conciencia parental. Pero lo verdaderamente preocupante es cómo una vez más se está tratando de utilizar el miedo como preventivo. Un temor que permite que toleremos mensajes que atentan contra valores que hemos conquistado con mucho esfuerzo, como la igualdad, la dignidad o la libertad.

El escritor José Luis Sampedro decía que "el miedo es mucho más fuerte que el amor y la bondad. Se empieza por asustar muchísimo a las personas, luego se les castiga un poco menos y la gente respira aliviada". Así funciona, como una cartilla de racionamiento del consuelo. "En tu hambre mandas tú", diría hoy Sampedro, como metáfora de la consciencia de la libertad, porque ser libre es no tener miedo ni pin que lo conjure.