El pasado martes 21 de enero Andreu Mas-Colell, exconseller d'Economia de la Generalitat de Catalunya y catedrático emérito de la UPF, publicaba una interesante tribuna en El País sobre los retos que le esperan a la economía de nuestro país. Mas-Colell -autoridad mundial en microeconomía- sabe en realidad, como cualquier ciudadano adulto, que es mucho mejor pertenecer a una sociedad próspera y en crecimiento que a otra pobre y en decadencia. La riqueza es importante porque se trata precisamente de la condición que permite destinar más y más recursos a desarrollar políticas de igualdad y de protección medioambiental, de ciencia y de tecnología, de patrimonio cultural y de transporte público, de bibliotecas y de universidades. Mayor riqueza significa mejores salarios y más empleo, mejores hospitales y pensiones garantizadas. No es cierto, como demuestra la exitosa la experiencia de los países del norte de Europa, que el único modelo de desarrollo económico sea el turbocapitalismo banal que propugnaron los propagandistas del neoliberalismo anglosajón, con su agenda de privatizaciones masivas y curva de Laffer. No es el único ni necesariamente el mejor. Pero tampoco es cierto que la mera aplicación de políticas benefactoras constituya una panacea universal para garantizar el porvenir de una sociedad. De forma diáfana, Andreu Mas-Colell advierte que "no todo el incremento de ingresos fiscales netos del servicio de la deuda pueden dirigirse a políticas sociales. Una proporción significativa -que no me atrevo a cuantificar- debe ir a las inversiones que hagan sostenibles las políticas sociales que se desean. Para atender a las necesidades sociales ahora y en el futuro hay que dedicar una parte no residual del gasto público adicional que podamos permitirnos a hacer posible que las podamos continuar atendiendo en el futuro". Prudencia fiscal, por un lado; ambición, por el otro.

La clave se encuentra, por supuesto, en conseguir incrementar la productividad. Cuanta mayor productividad, más prosperidad a corto, medio y largo plazo; más equidad y más esperanza para el conjunto de la población. Desatar el nudo gordiano del crecimiento exige una política firme, paciente y decidida que potencie el impulso productivo del país. La inversión en capital humano, por ejemplo, que requiere gasto público, atención temprana, ajustes curriculares y formación de los profesores. O la recuperación de una I+D capaz de recuperar el tiempo perdido y conectar con los centros de referencia que protagonizan las grandes revoluciones científicas de nuestro tiempo -de la inteligencia artificial y el Big Data a la biología sintética, la genómica y la programación cuántica-. O liberalizar decididamente sectores económicos atenazados por rigideces reguladoras comprensibles en otras épocas, pero inexplicables hoy. O diseñar infraestructuras de comunicación acordes con los flujos comerciales y de distribución en la geografía española. O racionalizar el gasto público; no para gastar menos, sino para hacerlo con una mayor efectividad.

El futuro de España se juega en la calidad de nuestras instituciones, el pacto territorial y el reencuentro en un relato común que sea lo suficientemente fértil como para dejar atrás esta década de desavenencias. Pero se juega también en el terreno de la economía, que es el de la prosperidad compartida, donde se dibuja un horizonte que permite imaginar la esperanza. Es un futuro que compartimos con Europa y los difíciles retos que afronta dentro del contexto global. Es un futuro por el que vale la pena luchar con determinación e inteligencia y cuyo resultado marcará a las generaciones por venir.