En la farmacia de mi calle, en las de mi barrio, en todas las de mi ciudad, se han agotado las mascarillas. Leo que lo mismo ocurre en todo el país. Es el miedo cobrando su peaje. Me dice la boticaria que las compran para mandarlas a China, donde hay carencia, y algunos también para tenerlas previstas aquí, por si acaso el coronavirus, el último miedo de nuestras vidas.

El miedo, eso tan humano. Puedo imaginar al simio inaugural que se alza sobre sus patas traseras y por primera vez ve el firmamento en toda su plenitud, y por primera vez también sabe que está desnudo y solo, y por primera vez toma conciencia de sí mismo y de su pequeñez, y por primera vez siente ese miedo distinto, que no es el que tiene al depredador o al rival, es otro más profundo y más angustioso, porque es a lo desconocido.

De ahí venimos. Aunque la vivencia del miedo es interna y privada, sus territorios son universales, tienen un paisaje común. Lo que nos hace humanos es lo que sentimos y cómo lo sentimos. Por eso, para comprender que nada nos diferencia del otro basta con fijarnos en nuestra igualdad ante el miedo.

De niño me angustiaban algunos temores. No me atrevía a mirar bajo la cama y me asustaban los monstruos y aquel "tío del saco" que iba a arrastrarme lejos de mi casa. Y de alguna manera sospechaba que a todos nos pasaba más o menos lo mismo, por eso cuando me contaban el cuento de Juan sin miedo no me lo creía del todo. No somos nunca tan distintos del vecino.

Con el tiempo uno aprende a convivir y se acomoda a sus miedos, a esa piel fría tras la piel. Vamos por ahí cargando con el pánico a la miseria, a la enfermedad, a la muerte y su vacío. Esos temores cotidianos, tan familiares, que nos acompañan en la vida y nos la angustian a ratos. Los vamos superando, pero cuando por fin creemos habernos instalado en nuestra pequeña comodidad viene otro y se nos asienta por un tiempo para no dejarnos vivir, para que no encontremos calma.

Dicen que Plutarco abrió en Corinto una tienda en la que vendía "consuelos", y en el rótulo anunciaba que "podía consolar a los tristes con discursos adecuados". Es una manera, pero hay alguna más. Se cuenta de una dama inglesa que estando en Siria le compró a un persa, por una libra esterlina, un sueño en el que llovía lenta y mansamente en un parque de su ciudad natal, y eso la consolaba de la morriña.

Quizás sean solo leyendas. Es más fácil vender miedos que sueños y consuelos. Y mucho más lucrativo. Ya descubrió Saramago que "el hombre es un animal inconsolable" y que eso también era universal.