Un nuevo saludo desde estas líneas de tinta, que por monocolores no esconden todo un caleidoscopio de colores, sensaciones, ideas y emociones que compartir con ustedes. Buen día les deseo, y que en lo intrincado de esta actualidad un tanto atrabiliaria sepamos escoger fuentes, matizar planteamientos y concluir con tino, ungidos por un afán constructivo que nos puede servir para, al menos, mirarnos más y mejor a la cara. Es importante.

El caso es que hoy les traigo unas ideas que no son nuevas, pero que parece que últimamente han salido bastante a la palestra. Planteamientos que ya hemos compartido aquí muchas veces, pero de las que ahora se habla abiertamente. Me refiero al órdago lanzado desde nuestro campo en relación con la pequeña parte de la cadena de valor que atesora el productor primario, frente al coste real de las cosas. Un fenómeno que se produce en una muy buena parte de la actividad agrícola, pero que se puede también extrapolar a otros muchos mundos, más allá de la agricultura. Y es que buena parte de las commodities „mercancías sin diferenciación„, y muy particular de las referidas commodities agrícolas son producidas a veces con una rentabilidad negativa, de forma que a muchos mejor les valdría arrancar sus plantas y quedarse todo el día sin hacer nada, que una actividad que, por el mero hecho de ser titular de la misma, genera fuertes pérdidas.

He dedicado varios artículos y bastantes charlas, durante años, a hablar de este tipo de problemas en el mundo del café, que se suceden con cierta regularidad y que implican un aumento del margen de las multinacionales, habida cuenta de que nunca se repercute al cliente tal bajada de lo que se paga a los productores por su cosecha. Pero esto no solo ocurre en mercados emergentes, menos protegidos frente a las economías blindadas de los países más ricos. Dentro de ellos hay dificultades y problemas, exactamente por tales juegos de contracción de la cadena de valor. La patata, la leche y muchos de los productos que desde nuestro campo gallego se llevan a los mercados, lo hacen a precios irrisorios, que nada tienen que ver con lo que luego los consumidores pagamos a la hora de comprar. Todo ello, no cabe duda, hace muchas veces inviables a las explotaciones agrícolas, con consecuencias muy importantes. Porque que el campo no sea viable o rentable va mucho más allá de que la economía del señor o señora concreta que lo sufre. Que del campo se pueda vivir dignamente es la primera piedra para generar otro tipo de distribución de la población, de demografía y, a la postre, de viabilidad de nuestra propia sociedad. Un campo saneado y posible es condición absolutamente indispensable para seguir edificando una sociedad inclusiva, pujante y con visos de futuro.

Por eso, desde mi punto de vista, las reivindicaciones y las movilizaciones de los agricultores no son solo comprensibles, sino necesarias. Ya saben que yo soy de la palabra mucho más que de otro tipo de exhibición de una necesidad de cambio social, y por eso traigo aquí esta reflexión. Pero lo cierto es que las excusas de mal pagador „nunca mejor dicho„ que se les da a las personas del campo para no cambiar el estado de las cosas, chirrían por todas partes, y bien ameritan manifestaciones y protestas. No es justo que yo produzca algo, tú me lo pagues a quince céntimos el kilogramo, y luego eso mismo esté a la venta en la frutería por tres euros, con la anuencia de toda la sociedad. De acuerdo que la cadena de valor tiene muchas etapas, independientemente de los más básicos primeros eslabones, pero la diferencia entre lo percibido por unos y otros es realmente abismal. No es sostenible.

Lo que no puede ser, y esto se puede llevar a otros campos diferentes del comercio, es que el que realmente trabaja sea el que menos cobre. Y que el que especula, el que solo mueve de un lado para otro, el que juega a futuros, el que es mero intermediario o el que solamente tiene los contactos, sea el que se lleva el gato al agua. Esto genera frustración, sufrimiento y dificultades. Y si aún encima implica que el agricultor produzca por debajo de su precio de coste, resultará en pobreza, abandono del campo, destrucción del hábitat y de los ecosistemas, y pérdida de valor en actividades tan importantes en nuestra sociedad. Creo que deberíamos reflexionar seriamente sobre ello, y reclamar otro tipo de paradigma en nuestras relaciones con el campo y con quien lo trabaja. Por justicia y por visión, a medio y largo plazo, de cómo darle un impulso al país.