Que la palabra es el arma más poderosa del mundo, no lo vamos a negar a estas alturas de la película. Por culpa o en favor de ella, se han iniciado las más grandes guerras o se han firmado los más destacados sones de paz a lo largo de la historia de la humanidad.

La correcta utilización de la lengua logra hacer amigos y sembrar concordia, mientras que su inadecuado uso nos condena -como mínimo y en el mejor de los casos- a que nos etiqueten negativamente para siempre. Pero, por encima de la buena o mala utilización de vocablos a la que me he referido hasta ahora, existe un valor constitutivo de la palabra que está por encima de todo y que vive absolutamente vinculado a una cuestión de honorabilidad.

El verdadero honor tiene su origen en la palabra, nace con ella o ella con él, se dan la mano y son uña y carne. Vengo de un lugar en el que, desde muy niña, me enseñaron que quien decía qué iba a hacer, hacía y punto. Porque los compromisos adquiridos no tienen más alas para volar que aquellas que les otorgan las personas sin criterio ni timón; algo que jamás pude permitirme ser y que -sinceramente- tampoco he echado nunca de menos.

La rápida sociedad actual, llena de distracciones elegidas o sabiamente manipuladas, nos invita a no pensar más que en nosotros mismos, porque saltar obstáculos y trampear se ha convertido en uno de los deportes nacionales y-por supuesto- esa práctica se da de bruces con la obligación de cualquier índole.

A día de hoy, las personas honorables no son muchas, pero están por todas partes. No es una cuestión de clases sociales, ni tampoco tiene nada que ver con formaciones académicas. La palabra dada no distingue entre jefes y asalariados, ni tampoco entre pobres y ricos; porque va intrínseca a la esencia del ser humano y a la categoría moral que este tiene... Y eso es algo que se mama desde el canasto o desde la cuna con dosel.

Procuren no olvidar que todos -con mayor o menor acierto- disponemos del arma más potente del universo y que esta sale por nuestra boquita que, por supuesto, está muy ligada a nuestras inteligencias. De ahí que no todo el mundo piense con la misma cordura y claridad, ni goce de las mismas simpatías. Nada podemos hacer a ese respecto; pero lo que sí es estrictamente necesario es ser poseedores de la palabra de honor, así como ejecutarla con el mismo ahínco con el que llevaríamos a cabo el obligado cumplimiento de un documento oficial. Enseñemos a los niños, a los jóvenes, y a nosotros mismos, cuál es el mayor poder del que gozamos y, por supuesto, ejecutemos sin dilación los compromisos derivados de la palabra dada.