Vuelvo a verles por aquí, y no desaprovecho la ocasión para preguntarles qué tal están. Seguimos en febrero, ya consolidado hace días, caminando poco a poco en medio de jornadas en que, pese a los altibajos, se verifican temperaturas bastante altas para la época. Las horas son devoradas y los días pasan, y, ya ven, últimamente me parece que escribo aquí a diario, a pesar de hacerlo solamente dos veces a la semana. ¿Por qué? Porque cuando aún no ha pasado el martes, ya casi me atropella el viernes. Trato de vivir una vida lenta, pero algo falla en mi percepción del paso del tiempo. Esto, directamente, vuela. ¿No les pasa a ustedes?

Pero, en todo ese camino de vértigo siempre en sentido creciente de la variable tiempo, hay hitos que tienen su propio devenir. Que tienen suficiente fuerza como para ameritar una reflexión pausada y, al tiempo, que están relacionados con eventos pasados, momentos presentes, y tienen una fuerte proyección sobre lo que puede ser nuestro futuro. Uno de ellos, desde mi punto de vista, es el de las recientes conclusiones del Relator Especial sobre pobreza extrema y derechos humanos de la ONU, el australiano Philip Alston. Las mismas están enfocadas sobre la situación de la pobreza en España y, claro, hay cosas que han salido y que no deben sorprendernos demasiado.

Miren, en España la desigualdad es cada vez más grande. Hace ya diez años que les explicaba que índices como el de Gini, basado en la diferencia entre la curva de Lorenz y la distribución ideal de recursos, estaban en progresión. El índice AROPE, acrónimo de las personas at risk of poverty and/or exclusion -en riesgo de pobreza y/o exclusión-, también va al alza, de forma indiscutible. Y esto implica que las condiciones de vida de muchas capas de población son hoy bastante peores que antaño.

Pero pónganse en la clase socioeconómica media y su poder adquisitivo. No hace falta hacer grandes investigaciones para descubrir que hoy, en general, vivimos peor que hace un par de décadas. Ha habido épocas de creación de riqueza, pero la tendencia en los últimos años es que, cuando esto se produce, la misma se concentra más en determinados segmentos. Y hoy hay más personas millonarias que antes, al tiempo que los sueldos son mucho más magros, la estabilidad mucho menor y las posibilidades de progresar -el llamado ascensor social- también más bajas. Y lo que es peor, hay pocas esperanzas fundamentadas de que algo cambie, si no es para mal. La sociedad, mucho más líquida y con vínculos de todo tipo menos estables, está un poco perdida. Y quizá haya hasta una sensación de deriva bastante generalizada.

Para Alston la pobreza alcanza, en mayor o menor medida, al 26 por ciento de los españoles. Y, conociendo algunos casos de minorías y personas especialmente excluidas, afirma que es en nuestro país donde ha podido ver "las peores condiciones que haya visto nunca".

No es para menos. Al 26 por ciento de población sufriendo pobreza o exclusión, o en riesgo de ella, hay que sumar cifras como la del 14 por ciento de paro, con casi un cincuenta por ciento de la población con problemas para poder llegar a fin de mes. Estamos hablando de unos emolumentos de 8.871 euros anuales para una persona, o de 18.629 euros para dos adultos y dos niños, con lo cual es complejo vivir hoy en un contexto en el que el mero hecho de llegar al primer día de cada mes implica gastos fijos que, según las zonas, pueden ser muy significativos sobre tal cantidad. Pobreza energética para siete millones de personas, o 33.000 personas sin hogar, son otras facetas de este preocupante cuadro, que no tiene visos de mejorar a corto plazo si no cambia urgentemente el paradigma.

Un sentimiento de unidad e identidad ha de estar basado, sobre todo, en la realidad de tal lógica en un grupo humano. Surge a partir de una situación estable, y no deja de ser una entelequia cuando tal sociedad de referencia no es solidaria, justa, ni tiene mecanismos sólidos y potentes de actuación que contribuyan a que la riqueza creada sea permeable a los diferentes estratos socioeconómicos. Lo demás, una marca de país no vinculada con un umbral de oportunidades verdaderamente alcanzado, puede quedarse en palabrería. En discurso vacuo, e independiente de las acciones. En oratoria de cara a la galería, pero sin su contrapartida en el mundo real. Por eso en estos días de negociación de los presupuestos y de grandes proclamas y declaraciones de intenciones, todo esto debería ser tenido en cuenta. Bien por el hecho de que Philip Alston haya levantado la liebre. Aunque, con interés y voluntad, mimbres había ya por aquí para haber sido conscientes de que hay mucho que cambiar para que nuestra sociedad vuelva a conocer, en conjunto, la palabra oportunidad. La palabra futuro, sin paliativos ni mayores matices. Una senda hacia una sociedad mejor en términos de equidad.