El Brexit suscita una doble tristeza. La primera es la de la mentira. Si el Reino Unido decidió romper con el continente se ha debido al chaparrón incesante de falsedades que día tras día, mes tras mes, año tras año iban cayendo. Mentiras sobre la falta de beneficios que obtenían los ciudadanos británicos al formar parte de una unidad mayor. Mentiras donde se confundían los efectos perversos de la globalización con la macroestructura europea. Mentiras al hacer creer que solos se puede más que juntos. La segunda tristeza deriva del fracaso y ninguna decepción es exclusivamente unidireccional. Quiero decir que no basta con una sobredosis de propaganda antieuropeísta para explicar el resultado negativo del referéndum. Si las expectativas optimistas de la década de los noventa y de los primeros años del nuevo siglo se hubieran cumplido, resultaría difícil pensar que el hartazgo con Bruselas hubiera llegado hasta tal punto. La UE lleva décadas empantanada en una relativa parálisis económica (el diseño del euro ha constatado que existe una Europa a dos velocidades: próspera y dinámica en el norte, empobrecida y fallida en el sur), sin que se otee en el horizonte inmediato una batería de propuestas creíbles. Tras la marcha del Reino Unido, ninguna universidad europea -ni siquiera mitos como la Sorbona o Upsala- se sitúa entre las cincuenta mejores del mundo en los rankings internacionales (Inglaterra cuenta con tres en el top ten), como tampoco hay en el continente ninguna ciudad realmente global que pueda parangonarse con Nueva York, Londres o Shanghái. Los principales clústeres de I+D se sitúan en los Estados Unidos, Israel, Asia y Gran Bretaña. Hablo de campos frontera como son los de la biociencia, la inteligencia artificial, la informática cuántica o el uso del big data. La capacidad militar de los ejércitos europeos se encuentra muy por debajo de lo que las amenazas exteriores parecen requerir y, más allá de las palabras, nada indica que sea previsible una mejora notable en su operatividad a medio plazo (de nuevo con excepciones notables, como el caso de Suecia). El envejecimiento poblacional, el alto endeudamiento público de los países del sur y la estrechez que provoca cierta macrocefalia funcionarial europea han contribuido a que muchos ciudadanos perciban el proyecto de la UE como un experimento fallido. Hay que darle la razón al más sofisticado de los euroescépticos, el francés Pierre Manent, cuando insiste en que el gran problema de la Unión se resume en una carencia de forma política. Realmente, ¿qué es la Unión: un imperio, un Estado gigantesco, una alianza de intereses regida por burócratas? Todavía ignoramos la respuesta.

La doble tristeza del Brexit deriva de un fracaso que no es solo suyo ni solo nuestro, sino que ambos compartimos y sufriremos. Tanto ellos como nosotros perdemos mucho en el camino de la división: influencia y saber hacer diplomático, poder militar y excelencia académica, universidades e historia compartida. Pero, de algún modo, nosotros perdemos más porque es nuestro proyecto el que se malogra y no el suyo: es la unión la que queda amputada y no Gran Bretaña. Lo cual obligará a nuestras élites a exigirse mucho más. Dar el salto a una nueva forma política resulta inevitable si no queremos comprobar cómo la tentación de la renacionalización de la soberanía se multiplica tras cualquier nueva crisis sistémica o, sencillamente, mientras la globalización continúa deteriorando el libro de cuentas de los trabajadores y de las clases medias. Se trata de un peligro real, no de una fantasía. Desde el 31 de enero lo sabemos demasiado bien.