Amenudo, acude a mi memoria esta frase que en su día pronunció mi hermano pequeño para referirse sin pudor al estado de ánimo por el que atravesaba tras una soporífera jornada de playa a la que -como a tantas otras cosas- le tocó adaptarse. Es lo que tiene ser el menor de la familia y haber carecido de compañeros de juego generacionales.

La vida pasa con sus alegrías, sus penas, sus esperanzas, sus frustraciones, sus resoluciones y sus complicaciones. La vida es ese juego cuya partida puedes abandonar para comenzar otra nueva, pero de cuyo tablero no puedes -o mejor dicho- no debes salir; por mucho que las situaciones se tornen a veces demasiado áridas. Pero como lo cortés no quita lo valiente, estamos en nuestro legítimo derecho a aburrirnos perfectamente de situaciones que, a veces y mucho más allá que la protagonizada por mi hermano cuando este tan solo tenía seis años; se vuelven absolutamente soporíferas. Es indiferente que la causa del aburrimiento radique en una larga e insatisfactoria espera, en unas circunstancias desfavorables e, incluso, que lo haga en el exceso de diversión. El ser humano es así de complejo y, hasta el tenerlo todo y vivir en una fiesta constante, puede llegar a fatigarle mentalmente y hacerle desear días de casa, lluvia y brasero.

El panorama político que nos ocupa, las desigualdades económicas, la cada vez más cercana desaparición de la clase media, la sangría de impuestos a la que someten a los pequeños empresarios, las enfermedades de todo tipo y un sinfín de problemáticas que nos sacuden a todos en mayor o en menor medida; nos engullen en las profundas fauces del aburrimiento y la desazón. Para contrarrestar los efectos que los problemas anteriormente mencionados dejan en las almas y en las mentes de los ciudadanos de a pie, existe hoy en día el opio que los shows de realidad televisivos representan para una buena parte de la sociedad.

Hábilmente, los guionistas de televisión -grandes conocedores de la enorme droga que para una buena parte de los seres humanos significa meterse en las vidas ajenas para lograr olvidar así las propias-; diseñan espacios en los que personas desconocidas entre sí se cruzan públicamente en el más amplio sentido de la palabra. Medio país critica las actuaciones de los protagonistas de estos espacios, mientras la otra mitad programa sus televisores para no perder ripio de lo que ocurre día a día en una casa o en una isla plagadas de cámaras ocultas que acaban convirtiéndose en aliadas de sus protagonistas. A mayor barbaridad pública, mayores visualizaciones y la garantía de un salto a la fama posterior a base de bolo en bolo y de plató en plató... ¿Y saben qué es lo peor? Que nuestras mentes están bajando tanto el listón que dejan de interesarse por su propio enriquecimiento afectivo, intelectual y hasta por la problemática real... Y un pueblo dominado por lo absurdo y lo vulgar, es más que perfectamente aburrido.