Cuando China estornuda, el mundo se constipa. Bastó un brote de virus allá por tierras de Mao para que el Banco Central Europeo se haya puesto en alerta ante la posibilidad de que el coronavirus contagie y enferme a las economías del continente, incluyendo a la española. De momento no hay síntomas de fiebre en los mercados; pero con estos asuntos virales ya se sabe que nunca se sabe.

Andaban preocupados algunos por la llegada de los rojos al poder en España, cuando, en realidad, el peligro es amarillo y viene del remoto Pekín. No se trata tan solo de una cuestión sanitaria, sino del más importante impacto que la mera amenaza de una epidemia pueda tener sobre las finanzas del planeta.

El país de Confucio es, a fin de cuentas, la gran fábrica universal de productos que surte con su vasto muestrario a la humanidad. Desde los espárragos de Navarra cuyo precinto confiesa desenfadadamente el Made in China hasta los pimientos del piquillo envasados en Shangái, la mayoría de los artículos de la cesta del consumidor son elaborados en ese milenario Imperio asiático que ahora vuelve por sus fueros.

La ropa, los telefonillos móviles, la cacharrería electrónica y en general, casi todo lo que se compra, provienen de allá. Nada peor que un virus viajero, en este mundo globalizado y sin fronteras, para que la gente sucumba al pánico, azuzada por las irresponsables redes sociales. Y eso es justamente lo que ha sucedido.

Muy a su pesar, los chinos exportan también ahora una variante de la tos con nombre vagamente monárquico que tiene alarmado a medio mundo. Por modesta que sea, de momento, la epidemia, ya ha acarreado la suspensión de algunos certámenes mercantiles y amenaza con reducir el flujo de mercancías entre naciones. Incluso los americanos -quién lo iba a decir- comienzan a lamentar la merma de turistas chinos que, aun no siendo muchos, algo ayudaban a crear puestos de trabajo en la rama de servicios de la primera potencia mundial.

Poco importa que las anteriores alarmas sanitarias no se tradujesen, por fortuna, en la hecatombe prevista por las autoridades. Hace apenas unos años, la simple sospecha de un caso de gripe A desataba el espanto de la población en España, hasta el punto de forzar el cierre de plantas enteras de hospitales. Nada de lo que sorprenderse, si se tiene en cuenta que los expertos de la Organización Mundial de la Salud pronosticaban una cifra de 150 millones de muertos, finalmente reducidos a la más llevadera cantidad de solo 18.000.

El ébola de patente africana suscitó después una histeria semejante; si bien los efectos reales fueron igualmente módicos en este caso. Entonces y ahora, el miedo, que es libre, tiende a propagarse mucho más rápidamente que los virus propiamente dichos. Y ya se sabe que los virus padecen una pésima fama, excepto en las redes sociales, donde el éxito de un tuit, un meme y/o una noticia falsa se mide precisamente por su capacidad de viralizarse.

Si acaso, la novedad consiste esta vez en que el bicho coronado procede de una China de dimensiones colosales, así en la población como en la producción de bienes de consumo: y eso siempre causa mayor aprensión entre la ciudadanía. Son los gajes de un mundo sin fronteras en el que todo circula sin apenas necesidad de pasaporte. China ha estornudado y la economía mundial corre riesgo de constiparse.