Por culpa, sobre todo, aunque no solo, del conflicto catalán, que ha absorbido muchas energías que podrían haberse dedicado a tareas más gratas y provechosas, la política exterior ha sido siempre algo así como la Cenicienta de nuestros gobiernos.

No sé si esto va a cambiar con el primer Gobierno de coalición de la democracia posfranquista, ahora que los políticos "hablan idiomas" y no tienen que refugiarse en el mutismo que caracterizaba a don Mariano Rajoy. Pero no parece al menos de momento que así sea. Ojalá me equivoque.

Por lo pronto, no hay una postura clara frente a lo que sucede en Venezuela como acaba de demostrar el sainete en torno a la visita a nuestro país del autoproclamado, por la gracia de Estados Unidos, presidente encargado de Venezuela, Juan Guaidó y la llegada de extranjis a Barajas de la vicepresidenta del Gobierno oficial de aquel país.

Los socialistas parecen no aclararse: el expresidente Felipe González, que parece tener un interés muy especial por Venezuela, carga contra el "régimen tiránico" de Maduro; su correligionario Rodríguez Zapatero intenta mediar entre Gobierno y oposición en busca de una salida dialogada y el actual presidente, Pedro Sánchez, trata, fiel a su estilo, de nadar y guardar la ropa.

Esa ceremonia de la confusión tiene bastante que ver con la inexplicable precipitación de la UE, España incluida, en el reconocimiento de Guaidó, siguiendo las directrices del Gobierno de Donald Trump, que tiene como encargado de la política hacia Venezuela nada más y nada menos que a Elliott Abrams, un conocido halcón condenado en su día por el escándalo Irán Contra bajo el republicano Ronald Reagan.

Fue un reconocimiento sin duda prematuro, al margen de lo que uno pueda pensar del Gobierno de Maduro, que continúa en el poder mientras su pueblo, que no los dirigentes, se ve cada vez más asfixiado por el boicot económico decretado por Washington contra el régimen bolivariano.

Por su especial afinidad con América Latina, por su mejor conocimiento de sus problemas y por hablar una lengua común, además de por los importantes intereses económicos que tienen allí sus empresas, España está especialmente indicada para tomar la iniciativa en las relaciones de la UE con aquella región en vez de dejar que sean otros quienes marquen siempre la agenda.

Por cierto, le sorprendió a uno la noticia de la entrevista nada menos que de dos ministras de nuestro Gobierno, la de Exteriores y la de Defensa, con el embajador de EEUU en España. ¿Se imaginan al embajador español haciendo lo mismo allí con el jefe del Pentágono y el secretario de Estado norteamericano? España no es Guatemala, aunque a veces EEUU lo considere así.

La otra noticia en cierto modo chocante de nuestra política exterior tiene que ver con la posición de España en la Unión Europea: el Gobierno de Pedro Sánchez ha renunciado, al parecer, a unirse al eje franco-alemán, desaprovechando así el vacío dejado por la salida del Reino Unido del club europeo. Apuesta, según sus responsables, por alianzas variables según los intereses de cada momento.

No está de más recordar al respecto que una de las etapas más provechosas de nuestra presencia en la UE fue, como escribía el otro día un periódico de Madrid, cuando, con Felipe González en La Moncloa, se consolidó algo así como un eje tripartito con la Francia del socialista François Mitterrand y la Alemania del conservador Helmut Kohl.

Como parte de la Europa del Sur, España tiene sin duda intereses comunes con Portugal, Italia y Grecia, pero ¿no sería mejor tratar de defenderlos integrados en ese eje central que no dejando que países radicalmente librecambistas como Holanda y otros del norte o con gobiernos de esos que ahora llaman iliberales defiendan los suyos?