El Caudillo tiene que prestar un penúltimo servicio a los partidos que hoy se definen de izquierdas, y en particular al PSOE sanchistizado y al Podemos socialdemocratizado, porque como se comprenderá no basta con sacarlo de Cuelgamuros. Franco es como el cochino, que hay que sacarle rendimiento a todo: costillas, pezuñas, morro. La portavoz parlamentaria del PSOE, Adriana Lastra, ha recordado que en acuerdo gubernamental entre socialistas y podemistas incluye una reforma del Código Penal -otra- para convertir la exaltación o apología del franquismo en un delito. Uno creía ingenuamente que la tendencia más civilizada en el ámbito de lo penal era la desaparición de los delitos de opinión. Si un fascista destroza una librería, propina una paliza o interrumpe el tráfico poniéndose de rodillas en mitad de la vía y cantando el Cara al sol ya existen más que suficientes herramientas normativas para castigar su conducta. Hace un par de meses, en la plaza Weyler de Santa Cruz de Tenerife, unos ancianos discutían animadamente sobre el franquismo, y varios afirmaron que Franco era duro, un cabronazo sin entrañas, pero que convirtió a España en una potencia industrial y la sacó de la pobreza y el retraso y etcétera. Franco, a su juicio, era una suerte de patriota metodológicamente cuestionable, pero patriota al fin. ¿Hay que denunciar a estos jubilados? ¿Llevarlos a la comisaría más cercana para que, al menos, les tomen declaración? ¿Regalarles la bibliografía completa de Tuñón de Lara, es decir, torturarlos?

En los últimos años he escuchado a Alberto Garzón -y a otras buenas gentes progresistas- que Alemania es otra cosa. Que en Alemania al que pillen llevando esvástica se lleva un disgusto. Y sustancialmente es cierto, aunque la legislación alemana permita el uso de algunos símbolos nazis en determinadas circunstancias. En lo que no suelen reparar los garzones es que la Corte Constitucional de la República Federal Alemana, en sentencia de agosto de 1957, declaró la inconstitucionalidad del partido comunista. La cripta donde reposan los restos de Benito Mussolini, en el pueblo de Predappio, abre ahora casi todos los días para los visitantes, hasta hace unos meses, ciertamente, solo lo hacía tres o cuatro veces al año. Esa ocurrencia tontorrona y grotesca, según la cual España sería una hedionda excepción en la límpida memoria europea contra el fascismo, debería ser sometida a revisión cuarenta y cinco años después de la muerte tromboflebítica de Francisco Franco.

Es más que suficiente la aplicación, en su caso, de un delito de odio, tipificado en el artículo 510 del Código Penal, y que sanciona a quienes fomentan o promueven la discriminación, el odio o la violencia contra grupos o asociaciones por motivos políticos, ideológicos, étnicos, sexuales, religiosos o clínicos. Pero eso le restaría al Gobierno una nueva y rotunda victoria contra el fascismo que nos amenaza, una victoria histórica -el Gobierno es en sí mismo histórico- que resonará en los resúmenes de prensa mientras la señora Lastra canta que no, que no, que no pasarán, los moros no pasarán, y si insisten, pues se les deporta a Mauritania o a Malí y ya está.