La memoria recorre paisajes borrosos pero siempre se detiene en el amor o, en último caso, en eso que consideramos amor cuando queremos decir sexo.

Ruano, que poseía el don de la palabra y un rostro más duro que el cemento armado, decía del amor que siendo grande y sutilísimo tema, estando en la vida no pertenece a ella porque es superior a la vida misma. Por eso, seguramente, apenas permite establecer fronteras concretas que lo definan. Además, el amor más íntimo -dicen los psicólogos- contiene un germen potencial de distanciamiento y odio que lo hace irreconocible para aquellos que suspiran por él como si se tratase del objeto más deseado del mundo. La idealización germina primero.

Ahora hemos vuelto a hablar de amor por San Valentín que es la mejor manera de hacerlo rindiendo beneficios comerciales. En París, la ciudad que mejor lo encarna desde cierta mistificación romántica, la fecha se celebra con mayor énfasis que en otros lugares.

Por ello existe una topografía del amor que contribuye a reforzar la oferta de ocio para esos días, partiendo del Pont Marie, donde la tradición sugiere que hay que besarse pidiendo un deseo; un paseo en el Bateau Mouche a la luz de las velas, o una visita al cementerio de Montparnasse, donde duerme un beso icónico, el del escultor rumano Brancusi para la tumba de Tatiana Rachewskaïa, la joven rusa que en 1910 se suicidó por amor.

Muy cerca de allí se encuentra diseminado el polvo de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, una pareja que tradujo esa frontera sin definir del amor en una especialísima nebulosa, en la que apenas el deseo pudo penetrar como un cuchillo. El amor no siempre es penetrable.