Los dos negocios chinos de mi manzana están cerrados. No había ocurrido nunca. Se han incrustado tanto en la vida cotidiana que pasan desapercibidos. Ahora que no están se nota un enorme vacío. Las dos familias, como otros muchos de los 224.000 chinos censados en España, se fueron en enero a celebrar el Año Nuevo, el de la rata, a su país de origen. No han podido volver. No hay noticias fehacientes, pero todo hace sospechar que la crisis del coronavirus les ha atrapado en su país de origen.

Una de las familias es la propietaria de un restaurante. Antes chino y ahora japonés. Como muy hábiles comerciantes que son, han subido subirse a la moda del sushi. Por algo la china es la única comunidad de inmigrantes con amplia mayoría de autónomos. Ahora el restaurante está cerrado. Un cartel, aparecido a primeros de enero, reza así: Cerramos un mes por año nuevo de China. Disculpen la molestia (abrimos en febrero). El negocio debe de ir muy bien, quien pillara un mes de vacaciones al otro lado del mundo, pensamos los suspicaces vecinos. Febrero ya está bien avanzado y no han vuelto.

La otra familia regenta el clásico colmado abierto todos los días del año de estrella a estrella. Incluso cocinan y comen allí, a juzgar por el embriagante olor a col hervida, El establecimiento resulta indispensable para urgencias de última hora, chucherías o cerveza fría. Las tiendas chinas, a diferencia de los comercios del resto del mundo, no tienen escaparates. La única alarma la ofrece una persiana metálica que jamás habíamos visto bajada. No han dejado cartel alguno, pero siendo chinos y en esta época del año, no es difícil deducir que, céntimo a céntimo, habían conseguido ahorrar para volver a su país a celebrar el año nuevo. Abrirán en febrero, supusimos los vecinos, pero no han vuelto.

La crisis del coronavirus nos ha hecho fijarnos en nuestros vecinos chinos. Son muy cautos, poco comunicativos y viven encerrados en su mundo. Pese a que en Madrid hay más de 60.000, es difícil encontrarlos en un lugar de recreo, ni en el fútbol, ni en el cine, ni en un restaurante que no sea chino. No conviene confundirlos con sus compatriotas turistas, que se mueven en riadas que inundan la calle Serrano o las tiendas de lujo de El Corte Inglés.

El vacío que han dejado nuestros chinos me lleva al fantasmagórico barrio chino de La Habana. El guía cubano siempre hace el mismo chiste cuando el visitante pasa ante la que fuera la chinatown más próspera del mundo, tras la de San Francisco: "Aquí, el único barrio chino sin chinos". No hay más explicación. ¿Se esfumaron? El viajero ha de enterarse por su cuenta de que hasta 250.000 chinos llegaron a vivir en unas pocas manzanas, las más festivas y prósperas de La Habana de entonces. Y en esto, llegó la revolución, y con ella las expropiaciones. La inmensa mayoría de los chinos, pequeños capitalistas y nacionalistas, huyeron a Estados Unidos. Hoy se intenta revitalizar el barrio con un descomunal arco oriental a la entrada y la apertura de restaurantes cantoneses regentados por camareros caribeños. Hoy apenas si quedan entre cien y doscientos chinos en toda Cuba.

Resulta lamentable que tengamos que acordarnos de los chinos por una circunstancia tan trágica como un virus asesino. En este mundo globalizado, los chinos son nuestros vecinos. Sin embargo, solo nos preocupa que puedan contagiarnos. No hay más que ver los telediarios y la psicosis que delatan carteles como este colocado en la puerta de un piso de Madrid: No soy chino; soy coreano y no tengo el virus. Que ignorancia la nuestra, que ombliguismo. Los chinos -siempre tan discretos- no solo padecen el virus, sino que, además, nos padecen a nosotros, que les hemos colocado en el punto de mira.

En el tardofranquismo, los habitantes de San Martín del Rey Aurelio sabíamos poco de los chinos. Habíamos leído, en la Biblioteca del Parque de La Laguna, el manoseado ejemplar de Las tribulaciones de un chino en China, de Julio Verne. Nos habían dicho, cuando aún teníamos clase -o trabajo- los sábados, que los chinos no tenían domingos. E, incluso, nos estremecían con aquello de que los pobres chinos sin bautizar iban todos derechos al infierno. Hoy, ya tenemos 13 chinos censados en el municipio. No tenemos excusa para no estar un poco más informados y no caer en lugares comunes. Nosotros, en España, pendientes de si hay un caso o dos. Ellos ya van a por los mil muertos oficiales.

Lo dijo Napoleón: "Cuando China despierte, el mundo temblará". Y también se puede aplicar el viejo adagio que mezcla el efecto mariposa con las crisis económicas: "Cuando un chino estornuda, el mundo se resfría". Ya temblamos, ya estamos resfriados.