Probablemente convencida de que el castellano lo inventó Franco, la alcaldesa de Vic animó el otro día a usar el catalán incluso con aquellos que por su "aspecto físico" pudieran no ser autóctonos de Cataluña. Y qué importa eso, si al final todos acabaremos hablando una versión más o menos macarrónica del inglés.

El inglés es, desde luego, la lengua franca que sirve para que se entiendan entre sí todos los pueblos sin distinción de razas ni de aspectos físicos. La regidora, aunque sea de pueblo, debiera tener noticia de ello gracias a que soltó su discurso vagamente racista en Barcelona, ciudad sede del Mobile World Congress que este año ha perecido víctima de un virus llegado de China.

En ese malhadado certamen no se hablaba otra cosa que el idioma difundido al mundo desde Norteamérica, lo que convierte en puramente ociosas las discusiones sobre lenguas locales como, en este caso, el castellano y/o el catalán.

Ocurrió lo mismo hace algo menos de un par de milenios con el latín que impuso Roma en la Península. De ahí derivaron imparcialmente el catalán, el castellano y el gallego, que ahora afrontan la contaminación de sus estructuras sintácticas y de su vocabulario por el inglés: la nueva lengua de uso universal.

Sobre esto nos instruyó hace ya siglos el gramático Nebrija cuando advertía que "siempre la lengua ha sido compañera del Imperio". El ilustre filólogo aludía al Imperio español, naturalmente; pero su observación puede aplicarse con un carácter histórico más amplio. Roma, ya se sabe, expandió el latín por todo el mundo conocido entonces -aunque se le resistiesen los britanos-; y otro tanto están haciendo desde hace décadas los Estados Unidos con el inglés, que ni siquiera es creación suya.

Nada más natural. Álvaro Cunqueiro hizo notar que la lengua no es solo un instrumento de comunicación, como muchos sostienen; sino el modo en que cada hablante inventa -o crea- el mundo a su peculiar modo. A mucho más multitudinaria escala, los imperios llevan siglos descubriendo que la lengua es un medio más, y no el menos importante, de apropiarse del planeta sin más que decir cómo se llaman las cosas.

Si el latín barrió casi todas las lenguas de los territorios que Roma iba conquistando, el inglés no aspira en realidad a tanto. Impregna y desvirtúa, cierto es, los idiomas locales con los que entra en contacto, pero no parece que vaya a sustituirlos. Su papel es más bien el de una lengua franca, que permite entenderse a todos los ciudadanos del mundo, desde Pekín a la Antártida. Nada que ver con el general Franco, no vayamos a liarla.

A las lenguas que no sean capaces de exportar Black Fridays y Halloweens no les queda otra función que la estrictamente local. Tanto da que las hablen mil millones de personas, como el chino mandarín, o apenas unos pocos miles, tal que ocurre con numerosos idiomas en riesgo de extinción. Sirven -y no es poco- para que sus usuarios se relacionen entre sí; pero cuando se trata de latinizar en todas las provincias del mundo, como en el antiguo imperio romano, no queda sino acudir al inglés. A ser posible con el acento norteamericano de la nueva Roma.

No lo ha comprendido así la alcaldesa de Vic, que aún considera relevante hablar catalán o castellano. Igual le han dicho que las lenguas francas vienen de Franco, pero ya la sacarán del error en cuanto viaje un poco. Nos pierden estas notas locales.