Aunque ya la había anunciado hace algunos años, el ahora vicepresidente del Gobierno Pablo Iglesias acaba de rescatar la propuesta de un salario universal para todos los españoles, trabajen o no. La idea -algo más matizada- de una renta mínima para los hogares no es mala, ni mucho menos; siempre que haya cuartos para pagarla.

La propuesta recuerda un poco a la táctica de cierto entrenador que instruía a sus jugadores sobre la necesidad de que los dos defensas de contención apoyasen a los tres medios centros, apoyados por dos laterales, de modo que la pelota llegase con facilidad a los dos interiores, al media punta y a los tres delanteros.

Se cuenta que un entonces joven Di Stéfano levantó la mano con gesto escéptico. "¿Sí, Alfredo? ¿Tiene alguna duda?", le preguntó el técnico. "No, no", dijo el jugador. "A mí la táctica me parece perfecta. Lo que me pregunto es quién va a distraer al árbitro para que no se entere de que jugamos trece en vez de once".

Más o menos, eso es lo que sucede con la renta mínima, o básica, o universal que garantizará a todos los españoles el cobro de una paga aun en el desdichado caso de que carezcan de empleo y de subsidio alguno. Nadie duda de la justicia de la medida, pero tampoco está claro de dónde va a salir el dinero para sufragarla antes de que se entere el árbitro de la UE.

No es que la idea parezca mal traída, ahora que la cuarta revolución tecnológica está poniendo patas arriba los tradicionales sistemas de producción y consumo. Allá en la remota y vanguardista China, por ejemplo, se está produciendo ya la sustitución de cientos de miles de trabajadores por robots que hacen la misma labor. Estos ingenios electromecánicos no van a la huelga, ni se sindican, ni piden aumentos de sueldo, con el consiguiente ahorro de costes. Se arreglan con un poco de mantenimiento en sus circuitos informáticos y algo de aceite tres en uno para engrasar sus articulaciones de metal.

Pero ni siquiera hay que ir tan lejos. También aquí, en la España sobreabundante en parados, los robots le quitarán el puesto durante los próximos años a un 12 por ciento de los currantes que todavía disfrutan de un empleo, según un reciente cálculo de la OCDE.

Fácil es deducir que, a medida que los androides vayan ocupando el lugar de los trabajadores en la cadena de producción, se hará necesario buscarles algún ingreso a los cesantes. La lógica del mercado sugiere que no todos podrán reubicarse, dada la alta especialización de los empleos que puedan quedar disponibles para los humanos. El salario universal ayudaría a paliar este inconveniente y a mantener en el mercado de consumidores a aquellos que pierdan su trabajo por la competencia de los autómatas.

Otra cosa es cómo se va a pagar eso, claro está. Se supone que los robots no cotizan a la Seguridad Social, salvo que los gobiernos adopten también alguna disposición en ese sentido. Habría que buscar, por tanto, nuevas fuentes de financiación para atender a los costes -seguramente no pequeños- de un salario para todos los habitantes del país por el mero hecho de estar avecindados en él.

Es de esperar que no le falte imaginación al nuevo Gobierno para vadear este inconveniente. Una paga por estar en casa y sin dar golpe -ese sueño de la Humanidad- bien merece que los gobernantes se esfuercen en ponerla en práctica. Pero ya.