Les saludo en estos días en que febrero empieza a fenecer, aunque si nos atenemos a lo meteorológico pudiésemos pensar que estamos ya en abril o mayo. Pero no, es febrero, tal y como las filloas, las orejas, el lacón y los grelos se apresuran a confirmarnos. Días de Entroido, pues, de choqueiros y de peliqueiros, de pantallas y de generales, en los que Galicia entera vibra y se reafirma en sus tradiciones.

Ya saben, porque llevo veinte años explicándolo, que a mí no me gusta demasiado el Carnaval. O nada. Pero, entiéndanme bien, esto quiere decir que no lo disfruto especialmente ni participo en la multitud de posibilidades que nos brinda. Pero también, al tiempo, que estoy encantado con que muchos de ustedes se lo pasen fenomenal, bien sea en cualquiera de las citas festeiras organizadas en todos los Concellos, en cualquier baile de máscaras o en esas celebraciones de la provincia de Ourense, con trajes tradicionales de estas fechas y unas jornadas festivas que son verdadero patrimonio cultural. Es lo bueno de la diversidad. Algunos se pondrán morados de filloas, ¡qué ricas!, y otros nos deleitaremos con algún paisaje sobrio, un buen libro, y una cierta dosis de música tranquila y soledad. O con alguna charla tranquila a la vera de algún río húmedo y caudaloso. O, simplemente, miraremos al mar.

Está claro que dicha diversidad es la principal riqueza que tenemos. Que yo pueda hacer aquello que me satisface y el de enfrente se plantee lo propio, en un clima de respeto y pluralidad, es fantástico. Pero recuerden que no es algo automático ni que haya existido siempre. O que, si me apuran, sigue sin existir en muchos recovecos de este lindo y duro a la vez planeta nuestro. Tal respeto y tal capacidad de convivencia constructiva es algo por lo que hay que luchar cada día. Porque, ya se sabe, ha habido y sigue habiendo quien la cercenaría en menos que canta un gallo. En nada.

En fin... Me estoy lanzando hacia argumentos que me interesan, pero que no quiero que hoy rellenen todo el espacio del que dispongo. Porque relacionado con ello, pero diferente, me proponía hoy pensar en voz alta sobre un tema muy de actualidad hoy, el de la masiva introducción de negocios de apuestas en nuestra sociedad con el peligro consiguiente para personas vulnerables -sobre todo las más jóvenes-, que se ven atrapadas en tales redes. Y digo que ambas cosas tienen algo que ver porque pudiera pensarse que tal tipo de "ocio" -por no decir otra cosa- no deja de ser una expresión natural de tal pluralidad. Pero no, soy de los que creen que no, y que la respuesta de la sociedad en tal sentido, incorporando preocupantes comportamientos cercanos a una ludopatía incipiente, es el resultado de una estrategia bien diseñada por quien, para ganar dinero, está introduciendo con calzador tales problemas en nuestras vidas.

Miren, está bien que usted, su hijo o su nieto juegue a la pelota, al ajedrez, al tute o practique pesca sobre embarcación fondeada. Que dispute carreras populares o sea un as del fútbol, del béisbol o del baloncesto. Que deje pulidos los trastes de la guitarra o haga patinaje artístico, sonetos o malabares. Es buena la cocina, la gimnasia deportiva o el yoga. El pilates o la calistenia, tocar el oboe o disfrutar emulando a Sartre, a Picasso o a Visconti. Está bien todo, sea la pintura o el barro, la calceta o jugar al guá. O todo lo que se les quiera ocurrir, incluyendo las maquetas de trenes eléctricos de escala N o HO, los puzzles o la carrera de fondo, los ultratrails, el montañismo o ver películas francesas hasta la extenuación. Pero lo que no está bien es que usted, sus hijos o sus nietos se gasten lo que tienen o lo que no tienen en un ejercicio vacuo de apuestas que no aporta nada, que por definición va a implicar pérdidas patrimoniales siempre, y que nunca dejará satisfecho a nadie. Porque el juego, y las estrategias de quien lo promueve, siempre enganchan más y más, provocando ansiedad por seguir jugando más, sin importar que se arruinen vidas, familias y hasta la sociedad. No hay otro patrón posible.

En este contexto es en el que yo recibo con alegría e interés lo anunciado por el Gobierno en materia de regulación de un juego al que debió cortársele las alas hace ya mucho tiempo. Porque hasta hace unos años el mismo -salvando las omnipresentes y odiosas tragaperras presentes en cualquier bar- estaba circunscrito a locales físicos especiales, donde funcionaba la autoexclusión, una regulación que exige comprobar la mayoría de edad de los usuarios y otras salvaguardas. Pero con el advenimiento de la era digital, la adicción digital y, en particular, la irrupción de los juegos en línea... sálvese quien pueda. Veamos en qué queda todo y qué márgenes legales y operativos se pueden explorar, pero es necesario detener la enorme vulnerabilidad de muchas personas, y en especial de los jóvenes, ante la voracidad de un sector que, por hacer caja, no se arredra ante nada.