En la Universidad española actual conviven estudiosos graves, que publican trabajos llenos de sabiduría y que practican un reverencioso respeto a los libros, con botarates, majagranzas, mohatreros y feriantes. Estos últimos proliferan, son quienes saltan de feria en feria que antes se llamaban congresos y seminarios y ahora se conocen como talking, briefing, brain, storming, expociencia, uniferia, talleres... Lugares de exposición y venta de baratijas y quincallas. Se les ve afanados por los aeropuertos viviendo un ciclón de tarjetas de embarque, la ciclogenésis como si dijéramos del aspaviento conferencil.

Recibo un anuncio de un máster (ese invento abominable que ha degradado nuestra enseñanza universitaria a producto mercantil) cuyo título es toda una declaración de principios: "Diseña y crea tu futuro personal y profesional desde tu esencia". ¡Ahí queda eso! Precio: dos mil euros. Antiguamente existía el sablazo que era una habilidad desplegada por un necesitado -pongamos un poeta sin una flor natural que llevarse a la solapa- para sacar unos cuartos a un conocido que, por no ser poeta, llevaba una vida menos aflictiva, naturalmente sin ánimo de devolver los cuartos allegados, al menos hasta llegar a la antesala del Juicio final. Hoy el moderno sablazo es el universitario y consiste en la oferta y cobro de la matrícula de un máster: se advertirá la ternura que despierta el antiguo y la repugnancia que genera el moderno.

Pero el caso es que en ello estamos. Es el tiempo, y la política es sembrado especialmente fecundo, del impostor capaz de esparcir disparates, del zascandil que lleva como lema de su escudo el hoy miento más que ayer pero menos que mañana. Y así seguido... Representa tal primate la quintaesencia de la trápala.

Hay un libro, del que tengo conocimiento por uno de los tomos de las Memorias de Pío Baroja, donde se hace, con maneras de científico fino, una clasificación exhaustiva de estos tunantes que pululan en la vida social. Se les llama biantes, abordones, lagrimantes, acapones, cañabaldos, mendrugueros, palpadores, ensalmadores, amuleteros... Y una porción más de denominaciones perdidas y que los diccionarios deberían molestarse en recoger y dotarlas de su prestigio. Habría que añadir las de trufadores, tromperos y mauleros.

Mi idea es que hoy habría que rescatar de su olvido la palabra enlabiador que es quien enlabia es decir "quien engatusa con promesas o palabras". Y proceder a una nueva teoría sobre él para diferenciarle del respetable orador.

Porque, en efecto, existe el orador diserto que encadena los razonamientos con ajustes de oro, como un joyero magnífico, y que de esta forma capta la atención del oyente estimulando sus intimidades de ser racional y llevándole a despertar a veces en él estímulos socráticos. Este orador al que me refiero administra las palabras con ingenio y magia, pero, y esto es lo más importante, administra los silencios revistiéndolos de un aura entre misteriosa y socarrona, como un paradójico ilusionista de la comunicación. Siempre he pensado que deberían instituirse cátedras del silencio como hay órdenes dedicadas a cultivar esta forma tan sutil y tan pedagógica de respetar al prójimo.

El enlabiador es todo lo contrario: este sujeto ventosea apestando a quienes le circundan y por eso debe ser incluido entre esos agentes contaminantes que coadyuvan al calentamiento global y también -según estudios acreditados- a la lluvia ácida. El enlabiador es un trabucaire del verbo con el que atraca y despluma al inocente. Lanza sus embustes a quemarropa siendo lo peor el hecho de que va dejando todo prostituido con las huellas dactilares de su palabrería pesebrera.